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29 de febrero de 2012

LOS PASOS ARRASTRADOS (novena juvenil - 6ª parte)




–¡Ernesto! ¡Qué susto! –repliqué girándome, mientras mi corazón palpitaba con rapidez–. Nada de particular.
–¿Nada? ¿Entonces qué registras? –preguntó desafiante.

Ante su tono ligeramente amenazante, empecé a percibir una situación... si no de peligro, sí de inseguridad. Con lo que procedí con cautela y con voz conciliadora; como casi siempre que estaba a solas con él.

–Es que... Rosa me dio las llaves para que echara un vistazo. Como tiene que venir a recoger toda la ropa y demás enseres, me ofrecí para echarle una mano.
–¿Y para eso tienes que venir a escondidas? –replicó amonestándome.

Al decir esto pareció relajarse un poco, al igual que yo.

–¿Y tú a que has venido? –le interpelé, tan osada que incluso yo misma me sorprendí.
–Te he oído entrar... mejor dicho, he oído unas llaves y creí que sería Rosa.
–¿Y cómo has entrado?

Por qué, no me quedaría calladita. A solas con él... ¡cómo se me ocurría preguntar eso!, ¡y menos sabiendo la respuesta, y lo que podría conllevar!

–Ya sabes perfectamente que tengo llave..., ¿o no? –respondió con una voz provocadora.
–No tengo ni idea –comenté tomando posición detrás de la butaca.
–¡Ya! ¿Es que acaso no me viste pasar la otra noche? –dijo arrastrando un paso hacia mi.
–Bueno... sí, aunque creí que te había abierto Rosalía –dije sin meditar la respuesta, y con un ataque de pánico a punto de explotar.
–No me refiero a cualquiera de las noches que me recibía en su casa, sino a la única que abrí con llave... la del viernes... cuando ya habían descubierto el cadáver.

No dijo cuerpo, dijo ¡cadáver! Ya no podía más. Pensé que de un momento a otro empezaría gritar como una loca, ante el temor de una agresión, pero en ese instante entró Isabel.

–¡Carlota!, ¡Ernesto!, ¿qué ocurre? He visto la puerta abierta y me ha sorprendido –dijo mirando inocente e ignorante a los actores de la insólita escena.
–¡Ah! ¿que estaba abierta? –exclamé, más que pregunté.
–Perdona que te hayamos asustado. Ha sido un malentendido. Creí que era Rosa –dijo Ernesto andando hacia la puerta.
–Yo también lo siento –añadí mientras agarraba a Isabel del brazo.
–¡Qué pena me da! –dijo echando una rápida mirada a la habitación–. Hace dos días... tan llena de vida, y ahora...
–¡Venga vámonos! No hay que recordar momentos tristes.

Los testigos silenciosos de tan desgraciado suceso, volvieron a quedar en penumbras. Cerré la puerta y acompañé a Isabel hasta su casa. Mi madre estaba despertando cuando entré. Subí a mi cuarto y a pesar de la hora, intenté dormir un poco. Eran demasiados acontecimientos y sobresaltos para un día. Además, aún quedaba el entierro, y pretendía estar muy atenta.

Miré el reloj. Apenas había dormido media hora. Una pesadilla disipó mi sueño y acrecentó mi cansancio. Algo se había colado en mi mente y no sabía el qué. En todo este entramado había una fisura que mi consciente no hallaba. Estaba ahí, al alcance de mi raciocinio y sabía que en cualquier momento saltaría por sí sola; pero ahora, a pesar de mis esfuerzos, no podía dar con ella.

CAPITULO OCHO – EL ASESINO

El sepelio estuvo muy concurrido. Acudió casi todo el barrio, bastante gente del pueblo y compañeros de trabajo de Rosa. Ésta al igual que Rosalía, era creyente y practicante. Dijo unas palabras que hicieron que algunos –me incluyo– nos emocionásemos.

–Una vez leí que la muerte no viene con la vejez, sino con el olvido. Los recuerdos son los que mantienen vivos a los que no están, y yo, espero hacerlo siempre, pues Rosalía ya sabéis que era excepcional. No porque lo diga yo, pues vosotros, sus vecinos y amigos lo sabéis bien. Siempre recordaremos la sonrisa con la que recibía nuestras visitas, las charlas llenas de dulzura, esos postres con los que endulzaba las largas tardes de invierno, esos panecillos que a diario pasaba a su vecino... Tantos y tantos detalles que hacían de ella una persona entrañable. Únicamente quiero decir que hoy no solo estamos despidiendo su alma, creo que con ella se va una parte de las nuestras.

¿Me pareció ver pena en el rostro de Ernesto?, ¿o quizá culpa? Fue el único indicio de sentimiento que vislumbré durante todo el acto funerario.

El entierro se llevó a cabo con el desconsuelo invadiendo el ánimo de los presentes. Uno a uno volvimos a dar el pésame a Rosa. Esperé mi turno junto a mis padres. De repente una imagen se quedó bailando en mi mente. Como intentado demostrar la obviedad de la “fisura” que aún no veía clara. Era como un “déjà vu”, pero no de la situación, sino de algún componente de la misma. ¡Qué rabia me daba! Estaba segura que si lo averiguaba, daría con la clave de todo. Lo que sí tenía claro, es que debía volver a entrar en casa de Rosalía... y tenía que ser esa noche, a pesar de mis miedos.

Los vecinos más allegados estuvimos hablando con Rosa después de que acabara la ceremonia. Nos comentó que planeaba poner la casa en venta, incluidos los muebles. Reconocía que éstos eran muy “particulares” y que los donaría a una ONG si los nuevos dueños no los querían; al igual que la ropa. Solo se quedaría con los recuerdos más íntimos.

Ya en casa, le dije a mi madre que no tenía ganas de cena “formal”. Me preparé un sandwich y me subí a descansar un poco. Tumbada en la cama, volví a analizar la imagen que llamó mi atención: Adolfo y Enriqueta dando el pésame a Rosa. Primero él, le dio la mano, y luego ella un abrazo, dos palabras y se acabó. ¿Qué podía haber fuera de lugar en una conducta tan simple?

Me quedé traspuesta. “Caminaba por un cementerio embarrado entre tumbas con lápidas negras. A lo lejos una comitiva funeral participaba en el último adiós a un supuesto difunto. Mis pies avanzaban con dificultad y sabía que no alcanzaría mi objetivo a tiempo. Cuando pude llegar a su altura, me encontré con caras impertérritas, sin ninguna emoción que delatase su condición de humanos. Sus brazos impedían que me acercara a la fosa. Solo uno de ellos me abrió paso: ¡Enriqueta! Un mini–ataúd se deslizaba entre cuerdas hasta el fondo del agujero. Dentro iba la clave... y ya no podía hacer nada”.

Traté de agotar mi tiempo hasta la hora elegida. Si leía... no me concentraba, y si escuchaba música... me entraba sueño. Conecté el portátil, que era lo único que podía mantenerme entretenida y despierta.

A la una menos cinco miré por la ventana. “Todo en calma”. Procuré sosegarme. Cogí una linterna. Intentando no hacer ruido para que mi incursión nocturna no se viera truncada si despertaban mis padres, llegué a la puerta de entrada. La distancia hasta la cancela de Rosalía la salvé en pocos segundos y el resto fue “pan comido”.

28 de febrero de 2012

LOS PASOS ARRASTRADOS (novela juvenil - 5ª parte)



Ya no sabía que pensar. ¿Otra casualidad? No tenía por qué ser la misma mujer que había visto en el parque, pero lo que estaba claro es que vivía o frecuentaba el albergue donde colaboraba Ernesto.

La voz de Isabel me llegó desde la calle. Avancé con discreción el último metro que quedaba hasta la ventana y pude observar que mantenía una conversación bastante fluida con Ernesto. ¿No estaría tramando alguna maldad contra ella? Expié un rato, y como no quería deambular sin rumbo en los juicios que mi mente manipulaba, bajé a la cocina para averiguar los adelantos culinarios de mi madre para ese día.

–¿Qué me querías decir antes con tanto gesto? –pregunté.
–No quería que entrases en detalles. ¡Ha pasado tanto la pobre! Ya se enterará por Rosa.

Le puse al día de mi visita al geriátrico, sin contarle mi intención de allanamiento con permiso, que proyectaba, ya que conociéndola se pondría histérica.

–Por cierto, ¿sabes que ha aparecido muerta una indigente?
–¿Otra? –respondió mi madre, parando por un minuto de remover el guiso.
–¿Cómo que otra? ¿Es que ha habido alguna más? –pregunté incrédula.
–Sí, hace... un mes, más o menos. En el parque de allá abajo.
–¿Y de qué murió? ¿No sería de algún golpe?
–No. Por una sobredosis.
–¿Y también paraba en el albergue del pueblo?
–No lo sé. Supongo que sí, porque Ernesto dijo que la conocía.
–Voy arriba a ver si localizo la noticia –dije corriendo hacia las escaleras.
–Comeremos en seguida. En cuanto llegue tu padre –grito mi madre.

Ahí estaba:

INVESTIGAN LA MUERTE DE UNA INDIGENTE OCURRIDA EN LA LOCALIDAD MADRILEÑA DE CALANDE”

El Grupo de Homicidios del Cuerpo Nacional de Policía, ha abierto una investigación para determinar las causas de la muerte de una indigente, cuyo cadáver fue descubierto en el parque de La Gaviota en el día de ayer. Fuentes próximas a la investigación apuntan como posible causa de la muerte una sobredosis de heroína. El cuerpo sin vida ha sido remitido al Instituto Anatómico Forense, donde esta mañana se le practicará la autopsia”.

¡Nada más! Miré en fechas posteriores y no volví a encontrar más información. Calibré los hechos y la posible correlación entre ellos. “Dos mendigos... mujeres, Rosalía... mujer. Todas fallecidas en menos de dos meses y justo... después de la muerte de Elena, y además relacionadas de una forma u otra con Ernesto. Por otro lado está el fallecimiento de su padre a manos de un vagabundo... y borracho. Esto puede ser que tenga cierta analogía con las dos indigentes, pero lo que no me cuadra es la muerte de Elena y de Rosalía. Tal vez, su esposa lo descubrió, y ante el temor de ser denunciado, planeó su asesinato de tal forma que pareciera natural... sin embargo, por segunda vez no me cuadra Rosalía, y menos si tenía un lío con ella”.

La llamada de mi madre me sacó de la meditación. Mi padre acababa de llegar, y la puntualidad en la comida era sagrada. Trabajaba como editor en el periódico digital de la zona, y había días que su jornada se extendía algo más de lo normal, pero no le importaba. Su trabajo le gustaba, estaba cerca de casa y tenía libres dos fines de semana al mes.

–¡Hola papá! –dije dándole un beso y sentándome a la mesa.
–¡Hola hija!
–¿Qué tal el día?
–Como casi siempre... agotador.
–He leído lo del indigente. ¿Sabéis algo más de lo publicado? ¿No ha podido ser un homicidio?
–En principio no, porque han hallado sangre en una parte del banco donde creen que se ha golpeado al caer. De todo modos van a hacerle un examen post–mortem, así que supongo que si encuentran algo raro, nos lo dirán.
–Y la otra indigente que falleció en el parque ¿murió realmente de sobredosis? No volvisteis a realizar más publicaciones sobre el tema.
–Porque no había nada que informar. No volvimos a saber más, por lo que suponemos que el caso estará cerrado.
–Y con la aparición de este cadáver... en el mismo sitio, ambas mujeres y en tan corto espacio de tiempo ¿no os parece extraño?
–Esta mañana lo hemos estado comentando, pero dependemos de la información policial, y mientras no nos la faciliten, no podemos hacer nada.
–¿Es que no podéis investigar por vuestra cuenta?
–No hija, no tenemos presupuesto. Además hasta ahora tampoco había nada que indagar.

Mi madre callada, escuchaba, y me miraba expectante e interrogante. No hice más preguntas, pues veía que tampoco había respuestas.


CAPITULO SIETE – LA CASA DE ROSALÍA

El siguiente paso que planifiqué, era pasar a casa de Rosalía. No sé qué esperaba encontrar, pero quería verme inmersa en el lugar testigo del drama, e intentar esbozar en mi mente cómo pudo desencadenarse la tragedia.

En principio se me ocurrió ejecutar el asalto de noche, pero después de sopesar cual de mis dos miedos pesaban más, ganó el temor a la oscuridad, con lo decidí asumir el riesgo a ser descubierta. Tampoco había por qué ser una imprudente, así que el momento idóneo sería... el de la siesta. Entre las tres y las cuatro, la calle solía estar vacía, exceptuando algún vecino que llegaba a esas horas de trabajar. Bastaba con estar un poco pendiente.

Alrededor de las tres y media mi madre dormitaba en el sofá del salón, y mi padre había vuelto al trabajo. Salí a la entrada de mi casa con relativa tranquilidad. Observé mediante una rápida inspección las casas vecinales, y crucé con paso acuciante la vía. Abrí la puerta del jardín y alcancé la blanca puerta lacada en ocho zancadas. Los nervios me jugaron una mala pasada y las llaves cayeron al suelo haciendo tal ruido que pareció retumbar en todo el barrio. Las cogí con celeridad y por fin conseguí entrar, cerrando la puerta y recostándome en ella como si hubiera dado esquinazo a un perro rabioso.

Encendí la luz, pues las persianas estaban bajadas. Pasé del vestíbulo al salón. La decoración era recargada. Una gran mesa de comedor aprisionaba bajo sus robustas patas una alfombra de dibujos florales, y una hermana gemela se hallaba al otro lado de la estancia soportando el peso de otra mesa más pequeña y de un tresillo igualmente floreado. Una vitrina de unos tres metros cubría parte de la pared derecha. Albergaba todo tipo de diminutas figuras, mezcladas con una cristalería exuberante en grabados. Los paños de ganchillo eran los amos y señores de los muebles. Estaban por todos los lados. Debajo de los portarretratos, que los había a cientos; bajo los floreros de las mesitas supletorias; y sobre los reposabrazos del sofá y sillones. Los lienzos que decoraban las paredes habitaban encajados en molduras barrocas doradas, negras y marrones. Sus protagonistas era personajes y paisajes arrancados del siglo XIX.

A pesar de la claridad que difundían las dieciocho bombillas de las dos lámparas de araña, daba la sensación de ser la oscuridad la dueña absoluta. Una melancolía confinada entre las cuatro paredes sobrecogía el corazón y hacía pensar en la tristeza que debía haber acompañado a Rosalía en sus horas de soledad. Quizá estuviese equivocada, pero fue la impresión que me inundaba.

Su alcoba, instalada frente al salón, era como un duplicado de éste. El mismo mobiliario, los mismos adornos, todo abarrotado. Solo una pequeña manta en un sillón y un chal doblado encima, hacía un poco más acogedora y cálida la sala. Me acerqué a la cómoda y revisé los cajones. Todo dispuesto con minuciosidad, menos un fino pañuelo de seda como guardado con prisa. Abrí el primer cajón de la mesita de noche y pude ver la insulina que nunca más podría utilizar.

–¿Qué haces aquí?

27 de febrero de 2012

LOS PASOS ARRASTRADOS (novela juvenil - 4ª parte)



CAPITULO CINCO – EL ENCUENTRO


El lunes acometí con ímpetu la acción que me había propuesto. Me levanté a las nueve. Una ducha rápida. Desayune de pie una tostada, mientras se terminaba de hacer el café. Dejé los dos cacharros en el fregadero con agua, y me dispuse a salir disparada. Mi madre charlaba con Enriqueta e Isabel, ambas situadas al otro lado de nuestra mini–tapia de madera. No podía escabullirme formulando un fugaz buenos días, como había sido mi primer pensamiento, pues me pareció muy descortés no interesarme por Isabel.

–¡Muy buenas! ¿Qué tal te encuentras? –pregunté, a la vez que le pasaba una mano por el hombro y le daba un beso en la mejilla.

Verdaderamente le tenía cariño. ¡Era tan dulce! Quedó viuda muy joven. Su hijo era médico en Los Angeles, y este verano no iba a poder venir. Estaba muy orgullosa de él, pues había sido ella –como siempre decía– quién con su esfuerzo le había sacado adelante.

–¡Hola hija! Mucho mejor –respondió–. Es que ha sido horrible, y tu madre lo sabe. Encontrarla así... ¡pobrecita! –sollozó.
–Tranquila Isabel. Ya verás como te repones poco a poco –dije animándola.
–Eso espero.
–Si mi madre hubiera tenido llaves, no te hubieras visto implicada. Porque... tú eres la única del vecindario que tiene... ¿no? –dije expectante.
–Así es. Desde hace unos cuatro años. Un día se cayó en casa, y tuvo que estar una hora en el suelo hasta que pudo pedir ayuda. Yo también aproveché y le di una copia de las mías... por si acaso.
–Es que para eso están los vecinos... para echarse una mano –dijo Enriqueta–, y más a estas edades.
–¡En fin! Tengo que irme. ¡Cuidaos!

Me despedí dando un beso a mi madre, otro sobo cariñoso a Isabel y un hasta luego para las tres. Subí mi calle hasta desembocar en la segunda transversal. Esperé diez minutos el autobús... por llamarlo de alguna manera. La residencia geriátrica donde trabajaba Rosa estaba ubicada en un pueblo aledaño. A pesar de la corta distancia, el trayecto en estos “cacharros” se hacía pesado. De hecho creo que mi cuerpo llegó decorado con varios moratones. Anduve unos metros desde la parada y entré en el edificio. En recepción pregunté por Rosa. Tuve que esperar unos minutos hasta que apareció por un pasillo lateral.

–¡Hola Carlota! ¡Qué sorpresa! –dijo a la vez que me daba dos besos.
–¿Qué tal Rosa? Oye... siento mucho la muerte de tu tía. Yo la apreciaba... todos lo hacíamos. Era muy buena –solté con la voz entrecortada, ya que siempre me ha costado mucho dar el pésame.
–Gracias Carlota. Lo sé –agradeció apesadumbrada–. ¡Vamos a tomar un café!, que tengo un rato libre.

Rosa tenía un año más que mi madre, cincuenta y seis, y trabajaba en esta residencia como Auxiliar de Geriatría desde hacía cinco años. Antes, había realizado su labor en Aranjuez.

–¿Cómo quieres el café?
–Con leche y sin azúcar, gracias –dije colocada a su lado y discurriendo como plantear la pregunta.
–Dime. ¿Te puedo ayudar en algo? –preguntó.
–Pues... verás...
–¡Vamos! Con toda confianza –dijo al verme tan cortada.
–En el barrio todos se preguntan cuando va a ser el entierro... como ya han pasado cuatro días desde el fallecimiento. Yo he pensado que tal vez la tardanza se deba a que estén realizando la autopsia –planteé con voz dulce para no herirla, pues no sabía como podía tomarse una pregunta tan personal.
–Así es. Ya te comentaría tu madre que murió por un paro cardiorrespiratorio, provocado por un choque hipoglucémico.
–Sí.
–Me han confirmado que ha sido debido a una sobredosis, ya que los niveles de azúcar en sangre eran bajísimos.
–¿Sobredosis?
–Sí. Barajan la posibilidad del suicidio. Incluso me han preguntado si estaba deprimida.
–¿Suicidio? ¿Deprimida? ¡Si desde que llegué de Berlín, la veía muy alegre!
–¡Pues eso decía yo! El último día que vino a comer conmigo se lo comenté. Estaba más guapa que nunca.
–Perdona... dirás que me entrometo donde no me llaman, pero es que... ¿y si la muerte ha sido provocada?... y no precisamente por ella.
–¿Qué estás insinuando? –preguntó inquieta y asombrada.
–No sé como explicarlo... Verás creo que tu tía tenía una aventura.
–¿Una aventura? ¿Con quién?
–Con Ernesto.
–¿Con Ernesto? ¿Desde cuándo?
–No tengo ni idea, pero sí sé que tiene copia de las llaves. ¿Estabas al corriente?
–No. Mi tía no me dijo nada. Que Isabel poseía un juego, sí; pero nadie más. ¿Y que tiene que ver esto con la causa de la muerte?
–Exactamente, no lo sé, pero creo que Ernesto está más implicado de lo que parece –comenté con delicadeza, pero dejando en el aire la duda que me acompañaba.

Al segundo me arrepentí de la confidencia; en cuanto vi su cara de angustia. Sin embargo, no podía guardar mis suposiciones sin compartirlas con la única persona de la que podía obtener información de primera mano.

–¿Qué dices? ¿Por qué has llegado a esa conclusión... tan descabellada?
–Porque le he visto pasar dos noches a casa de tu tía, y una en concreto... la noche de su muerte.
–Pues si... según tú, tenían un romance, ¿cómo va a haberla matado? No tiene lógica –añadió Rosa con cara desencajada y haciendo rápidas lucubraciones.
–Ya, pero desde esa noche he observado en él un comportamiento muy inusual.
–Como ¿por ejemplo? –dijo abstraída por un segundo, para acto seguido centrarse de nuevo.

Le relaté los movimientos de Ernesto en la noche de “autos”, y los del día siguiente una vez retirado el cuerpo, así como todas mis sospechas. Creo que la mentalidad de Rosa no daba abasto a asimilar tanta elucidación, y no porque tuviera un intelecto exiguo; sino por la incredulidad ante la correspondencia de los “lances” por mí descritos, con lo acaecido a su tía.

–¡Tendrás que ir a la policía! –dijo.
–De momento no. En el fondo son solo conjeturas, pues aunque lo vi pasar, no sé a que hora salió. ¿Y si discutieron? y... perdóname... ¿se suicidó?, como apuntan los forenses. Una cosa son mis dudas, y otra muy seria acusar a alguien sin pruebas.
–Supongo que tienes razón.
–De todos modos seguiré pendiente de todo.
–Por cierto, esta tarde es el entierro. A las siete, en el antiguo cementerio. Por favor díselo a tu madre y a los demás.

Nos despedimos con una complicidad latente sustituta de la amable vecindad que existía hasta ahora. Quedamos en que vigilaría a Ernesto. Me hizo entrega de un juego de llaves por si precisaba indagar en casa de Rosalía.

CAPITULO SEIS – MÁS MUERTES

Bajé del autobús decidida a no perder de vista ni la casa, ni su habitante. Para mí, ya se había convertido en una batalla particular. Si realmente tenía otra personalidad oculta tras esa fachada seráfica, pondría todo mi empeño en descubrirla. De hecho no tenía otra cosa que hacer.

Mi primer vistazo en cuanto encarrilé mi calle, fue para su adosado. Todo tranquilo. Por la hora que era supongo que estaría repartiendo su ayuda diaria. Luego miré hacia la casa de Rosalía, y reflexioné un instante... ¿En qué momento podría ejecutar mi asalto? Si accedía durante las horas diurnas... estaba expuesta a que me vieran, que por otro lado no tendría mayor importancia; y si lo hacía durante la noche... me sentiría como una vulgar ladrona. ¡Que dilema!

Entré en el salón buscando a mi madre para contarle las últimas novedades, pero la encontré acompañada de Isabel, así que preferí posponer la charla para más tarde.

–¿De dónde vienes?
–De ver a Rosa. He ido para darle el pésame y me ha dicho que esta tarde es el entierro. A las siete.
–Pues sí que han tardado. ¿Sabes si al final le han hecho la autopsia? –preguntó Isabel.
–Sí.
–¿Y cuál ha sido la causa? –añadió.

Isabel me miraba curiosa esperando una respuesta. Mi madre efectuando una descomunal abertura de ojos y un ligero vaivén de cabeza, me condicionaba claramente a decir que no.

–Ni idea. Esta tarde le preguntaremos.

Las dejé hablando de enfermedades. Materia trillada a esas edades, incluida la de mi madre, que últimamente a “nadita” que tenía, sacaba el tema y no paraba. Subí a mi dormitorio y sin perder de vista mi objetivo, me conecté a internet.

Aproveché para ojear las noticias del día. Entré en “todalaprensa.com”. Fui pinchando y cotilleando por varios periódicos. Después de cinco minutos de irremediables comentarios por mi parte ante tanto caos e incertidumbre, llamó mi interés un titular del periódico donde trabajaba mi padre.

HALLADO EL CADAVER DE UNA INDIGENTE CON UN FUERTE GOLPE EN LA CABEZA”

Una indigente ha sido encontrada muerta en un parque de Calande. La fallecida presentaba un fuerte golpe en la cabeza. Debido a su estado de embriaguez, la policía cree que este hecho ha sido el desencadenante de la posible caída que le ha provocado la muerte. La mujer de unos setenta años, era habitual del albergue “El Hogar” situado en la misma localidad. Una vez acabada la intervención de la policía científica, el cuerpo ha sido trasladado para su examen al Instituto Anatómico Forense.

26 de febrero de 2012

LOS PASOS ARRASTRADOS (novela juvenil -3ª parte)



CAPITULO TRES – INVESTIGANDO

El sábado me levanté tarde. Resolví dejar la ducha para más adelante, ya que me había hecho el propósito de hacer un poco de bici –estática–, pero antes encendí mi portátil para comprobar el correo y echar un ojeada a la prensa digital. Se me ocurrió introducir el nombre de Ernesto. Como no sabía su segundo apellido, me propuse averiguarlo mirándolo en su buzón. Aunque por la hora que era, lo más normal es que no estuviera en casa; para eliminar posibles sobresaltos, incorporé como elemento de simulación para realizar la peculiar maniobra, una bolsa de basura.

Coloqué varias hojas de periódico en el negro recipiente de plástico y crucé la calle con aspecto despreocupado, pero no obviando la posible aparición en el escenario de mi convecino. Deposité por unos instantes el “saco” en el suelo, y a la vez que recogía mi pelo en una coleta, dirigí mis ojos en sesgado hacía las letras que componían el nombre. Ernesto Cantalejo Hernandez. Mis temores se hicieron realidad cuando una vez recogida la bolsa, me dispuse a volver a casa.

–¡Hola Carlota! –saludó Ernesto llegando a mi altura... y otra vez sin ruido arrastrado–. ¿Lo haría adrede?
–¡Buenos días! –contesté con el pulso acelerado.
–¿Es que te has arrepentido? –dijo con voz seca.
–¿De qué? –respondí más agitada que hace un segundo.
–Pues de tirar la basura. ¿De qué si no? –añadió con su ya inevitable mirada.
–No. ¿Por?
–Como veo que vuelves a casa con ella. O ¿es que querías algo de mí?
–No... bueno sí... saber que tal estás después de lo de ayer –comenté torpemente.

Supe que alguien venía por mi espalda, porque sus gestos faciales y su tono de voz cambiaron en un segundo para dar paso a su otra identidad... la que mostraba con el resto de la gente.

–No muy bien, la verdad. Apenas he dormido pensando en la pobre Rosalía. Además como tengo tan reciente lo de Elena...
–Si te podemos ayudar en algo –habló Geno poniéndose a mi altura–, no dudes en decírnoslo. De verdad Ernesto... de corazón. Lo mismo le he dicho a Isabel.
–¡Muchas gracias! Sois todos muy amables –añadió, haciéndose la víctima.
–Tú sí que eres bueno con la gente necesitada. Y esa bondad tiene que ser correspondida. ¡Bueno!, os dejo que tengo que hacer la comida –aclaró mientras se despedía.
–Yo también me voy –dije a Ernesto, aprovechando la coyuntura.
–¡Hasta luego!... y acuérdate de tirarla.

Seguí por la acera hasta el contenedor de residuos en un combate interno de sensaciones. Por un lado, el mal sabor de boca que me quedaba cada vez que hablaba con mi inquietante vecino, y por otro, un cierto regocijo al imaginar que con el nombre completo en mi poder, podría hallar algo interesante.

Me instalé frente al ordenador. Inserté el dato... ¡Nada! No sé, confiaba que surgiera algo que delatara un pasado oscuro. Súbitamente mis dedo teclearon: “fallecimiento/ferroviario/Oviedo”, y el buscador me dio varios resultados, pero llamó mi atención uno en concreto: Periódico “La Voz del Trabajador”. Pinché. Ojeé la página principal hasta descubrir la palabra “hemeroteca”. Pinché. “Introduzca la fecha del ejemplar a consultar”. Como la desconocía, ingresé el texto a buscar en: “Búsqueda avanzada”. –Fallecimiento/ferroviario/Cantalejo–. Y apareció ante mis agradecidos ojos, un titular.

Sucesos – 14 de Junio de 1945
Oviedo/ PEREZ BELLO, J.

Feliciano Cantalejo Martín, falleció en el día de ayer a causa de varios golpes recibidos en la cabeza. En relación con los hechos, fue detenido un mendigo que se encontraba en estado de embriaguez. Ferroviario de profesión, deja viuda y un hijo de 15 años. El fallecimiento ha provocado una gran consternación entre las personas que lo conocían, ya que era muy querido entre sus vecinos y compañeros por su carácter bondadoso y humanitario.

–¡Vaya! ¿Sería su padre? Aunque según mi madre murió en un accidente, quizá lo dijo Ernesto para eludir explicaciones. Por lo demás encaja el apellido, la ciudad, y la edad, ya que si por entonces contaba con 15 años, ahora tendría... 81... más o menos los que tiene.

¿Qué sacaba en limpio? Que el pobre Feliciano murió de una manera brutal a manos de un indigente, y que su hijo, hoy en día, presta ayuda a estas personas. No creo que tenga más relación, pero estaba tan emocionada, que no me importaba lo inservible del descubrimiento. Como mi ilusión era especializarme en periodismo de investigación, saborear este pequeño adelanto, supuso una inyección de moral para mi ego.

El resto del día lo pasé holgazaneando, y a última hora de la tarde quedé con mi amiga Marta para “dar un vuelta”. Vivía cinco casas más arriba. A pesar de la confianza que existía, no me atreví a contarle mis especulaciones. Simplemente comentamos de pasada el óbito de nuestra vecina.

Por la noche llamó mi madre para preguntar que tal todo. A las doce y diez exactamente, concluí mi ritual de cremas. Estaba dispuesta para el descanso nocturno, cuando percibí un ruido en la planta baja. No podía creer que estuviera yendo a averiguar el motivo. Para rematar mi inquietud, mientras bajaba las escaleras, recordaba las palabras de aquel cuento que mi padre me relataba cuando era pequeña: “¡Que viene el lobooooo!”. Con el miedo en el cuerpo, ni sentí el frío de las baldosas. De repente me acordé que tenía el móvil en el bolsillo. Esa manía mía de no soltarlo nunca, hizo que me sintiera menos insegura.

Empecé a marcar el uno cuando mi mente se adelantó a una situación futura, en la cual protagonizaba un gran ridículo ante la policía por mis absurdos miedos. Echando un poco de coraje, del que normalmente no tenía, cerré el teléfono; pero sin soltarlo de la mano.

Reanudé el angustioso descenso. Otro ruido. Presa del pánico corrí escaleras arriba hasta que sentí un fuerte tirón en el brazo. Chillando como una loca, traté de escapar de la garra que con tanto tesón tiraba de mí hacia abajo. De pronto comprendí que llevaba unos segundos peleando por soltarme, sin sentir más resistencia que en aquel punto. Me arriesgué a dar la vuelta para mirar frente a frente a mi atacante. Por un instante se acabó el desasosiego, cuando vi la amplia manga de mi bata enganchada en un saliente de la barandilla.

Bajé un escalón y solté la vestimenta de su atadura. Con la cabeza un poco más fría calibré la realidad. “Si con todo lo que he chillado, no ha salido ningún intruso... o no lo hay, o habrá huido”.

Ya más tranquila y cogiendo un paraguas del correspondiente paragüero que había al final de la escalera, me acerqué a la cocina, y con todos los sentidos alerta abrí la puerta muy despacio. Un largo suspiro y una sonrisa salieron al unísono viendo el origen del temido ruido. “Mafi” estaba relamiendo un poco de leche que quedaba en su cuenco. La regañé mientras acariciaba su lomo y ella me miró complaciente. “Tu dueña está un poco alterada”.

CAPITULO CUATRO – SOSPECHA

El domingo amaneció con calor canicular. Mis padres llegarían después de comer. Decidí recoger un poco mi habitación, ante la amenaza de una tormenta llamada Verónica –mi madre–. Por muy cansada que llegase –según ella–, era poner un pie en el vestíbulo, y la astenia desaparecía para dejar paso a una sagaz inspección de la morada. Su frase favorita cuando traspasaba la frontera de sus dominios impolutos y descubría el revoltijo que habitaba en mis posesiones era: “¿Como puedes desordenar tantas cosas, en tan poco tiempo?”.

Una vez realizada la operación, pasé por la cocina para tomarme un desayuno ligero. Sentada en el taburete, vigilé la consabida casa. Escuché un poco de música y curioseé el “Código Civil” –me gustaba de vez en cuando leer aleatoriamente algún artículo–. Comí los restos de pasta que quedaban en el frigorífico, y después de fregar la escasa vajilla, me dispuse a sacar la basura –esta vez de verdad–. Cerré la bolsa y al erguirme justo delante de la ventana, vi a mis recién llegados padres, hablando con Rosa.

Me quedé absorta esperando ver el desarrollo; al igual que un espectador pendiente de los gestos en una obra sin diálogo. Ella me pillaba de espaldas, con lo cual no podía verle la cara, pero por el ademán de consuelo que hizo mi madre, debía estar llorando. Ahora era mi progenitora quien lanzó una mirada de desconcierto a mi padre, y éste se la devolvió acompañado de un levantamiento de hombros y semblante de ignorancia. Cinco minutos que me parecieron una eternidad, y por fin se despidieron.

–¡Hola a los dos! –dije a la vez que abría la puerta del hall y besaba sus mejillas.
–¡Hola hija! ¿Qué tal todo? –comentó mi madre.
–¡Muy bien! ¿Y vosotros?
–¡Hola Carlota! ¡Agotados!, como siempre –saludó mi padre con voz de cansancio y dejando en el suelo por un momento su bolsa y el “bolsón” de su compañera de correrías.
–¡Anda Carlos!... súbete las cosas, por favor –ordenó mi madre en plan cariñoso.
–Ya voy... y de paso me echaré un poquito –añadió haciéndome un guiño.

Agarré a mi madre de la mano y la lleve a la cocina con velocidad apremiante.

–Os he visto con Rosa. ¿Qué tal está?
–¡Imagínate! Destrozada. ¡Con lo que la quería! –dijo mi madre apoyándose en la encimera–. ¡Ah! Nos ha dicho que su tía no fue a verla el jueves...
–¡Ves! Te dije, ¿o no? que había algo raro –añadí recriminándola levemente por su agnosticismo.
–Déjame terminar –dijo ella, reprobando ahora mi conducta–. No fue porque ya estaba muerta. Falleció en la madrugada del jueves. Yyyy... antes de que sigas... murió por shock hipoglucémico.
–¿De una bajada de azúcar? –dije sorprendida.
–Eso nos ha dicho.
–Sí, pero qué casualidad, la misma noche que pasó Ernesto. ¿Y no sabemos a qué hora?
–Pues no. Mira que le das vueltas y total por una relación clandestina.
–¡Vaya ahora sí tenían una relación! Tú, con tal de no darme la razón en que hay algo raro en el comportamiento de ese hombre...
–Es que todo son suposiciones nuestras Carlota... bueno tuyas. No sabemos nada, ni tenemos que sospechar más allá de lo que has visto.
–¿Supongo que le estarán haciendo la autopsia?
–No se lo he preguntado. Me parecía un poco atrevido, pero desde luego es raro que no la hayan enterrado aún.
–¿Sabes de qué murió la mujer de Ernesto?
–De un infarto. ¿A qué viene eso?
–¿Y si han sido envenenadas? Algunos venenos pueden producir un choque hipoglucémico. ¿A que a Elena no le hicieron la autopsia?
–Creo que no... como padecía del corazón. Y ¡anda!, deja ya de divagar.
–Tenemos que hablar con Rosa para sugerirle que solicite un examen del cuerpo, si no lo han hecho ya –dije pensando en alto.
–¿Pero cómo le vas a decirle, de buenas a primeras, una cosa así? –dijo mi madre alucinando, como siempre.
–No te preocupes, ya me las apañaré –añadí en voz baja.

No paraba de darle vueltas a todo lo que estaba acaeciendo. Cada vez estaba más convencida, ya no solo que Ernesto ocultaba algo, sino que bajo su aspecto de viejo afable estaba la identidad de un asesino.




 

25 de febrero de 2012

LOS PASOS ARRASTRADOS (novela juvenil -2ª parte)



A eso de las doce opté por hacer un poco de “footing”. Salí de mi casa y giré a la derecha calle abajo, hasta llegar a una pequeña plaza empedrada. Bordeé los viejos bancos de madera, crucé la Plaza Mayor, y bajé por la calle Real mirando los soportales atiborrados de toda clase de tiendas para turistas. Llegué al Parque de la Gaviota, donde su gran diversidad de árboles crecían seleccionados según su origen. Y allí... en una vereda cercana, de las muchas que se entrecruzan alrededor del gran lago, divisé a Ernesto hablando con una mujer. Estaba claro que hacía su función de benefactor. Le entregó un bocadillo, una lata de bebida y un paquete pequeño envuelto en papel de estraza. ¿Sería tabaco?... o ¿quizá “hierba”? Conversaron unos cinco minutos, se despidieron, y desaparecieron de mi vista cada uno en una dirección.

No sé, en qué momento me escondí detrás del sauce. Descubrirme en esta tesitura me produjo tal sensación de estupidez, que se acrecentó cuando dos mujeres que paseaban me miraron con recelo, a la vez que murmuraban en voz baja. No pude por más que salir de mi escondite avergonzada como una niña pillada “in fraganti” comiendo golosinas a destiempo. Mi bochorno duró unos escasos segundos, pues al ponerme en marcha surgió Ernesto de la nada.

–¡Hola Carlota!
–¡Hola Ernesto! –saludé turbada, ya que ningún ruido me advirtió de su presencia–. ¿Dando una vuelta?
–Yo sí ¿Y tú? –contestó y preguntó muy escueto.
–Haciendo un poco de ejercicio para desengrasar. Es que últimamente como bastante chocolate... y no del negro, sino del que tiene bieeeeen de azúcar y manteca –¡Dios mío!, para que doy tantas explicaciones. Además de nerviosa, debo parecer tonta.
–Pues uno mismo debe saber qué es lo mejor para su organismo –dijo fijando sus ojos en los míos y provocando un escalofrío que esperé no se notara.
–¡Bueno! Es un pequeño vicio que procuro contrarrestar con ejercicio, y que espero olvidar en cuanto pase el verano –dije desinhibida, intentando crear un clima de confianza. No sé por qué.
–El deporte, por supuesto, es muy bueno, pero... descansar y dormir, también lo es. ¡En fin!, solo te digo que hay que cuidarse y procurar no visitar mucho al “galeno”. Ya sabes el dicho: los fallos del médico con tierra se tapan.

Comentó la última frase girándose, a la vez que levantaba su mano a modo de despedida. Se marchó con su andar característico, dejándome a solas con mi perplejidad.

Hice el recorrido inverso a cuestas con mis meditaciones ¿Lanzó con segundas lo de dormir y descansar? De nuevo, ¿estaba insinuando algo? ¿Se imaginará que estuve observando?, o ¿es que acaso me vio? ¿Por qué era tan suspicaz?... o ¿quizá fuera yo? ¿Qué sabía en realidad de Ernesto?... Poca cosa... que había trabajado como ferroviario en Oviedo igual que su padre, el cual falleció en un accidente; que se jubiló hace quince años; y que estuvo viviendo en varias ciudades, hasta que optó por Madrid, en concreto por este pueblo. No conocía más detalles de su vida, puesto que tampoco me habían importado. Y mi madre, la más puesta en cotilleos, nunca comentó nada especial ni de él, ni de su esposa. Sería –como decía– porque eran buenas personas.

Si la noche anterior el motivo de mi insomnio fue el calor, de ésta lo fue una pesadilla generada por las extrañas miradas. “Ahí estaba yo, en un vagón de tren camino de Berlín. En un compartimento pequeño, agobiante, lleno de sombras gesticulantes moviéndose con alarmante velocidad. Todas iguales, alargadas, negras, con viejas zapatillas de cuadros. Tan solo una me miró fijamente, a la vez que riendo decía: “Mírame. ¿Qué es lo que escondo? Mírame. Nada es lo que parece. Mírame, mírame...”.

CAPITULO DOS – UN DÍA DE LUTO

Cuando desperté eran casi las diez. Me apetecía correr para despejarme. Vestí mi ropa de deporte, coloqué las deportivas en mis pequeños pies y salí corriendo. Con la música llenando mi conducto auditivo, dejé mi saludo de hola y adiós a mi madre. Me pareció que intentó decir algo, pero como no gesticuló mucho, supuse que no tendría mayor importancia.

Hice el mismo recorrido que el día anterior, procurando no dar más vueltas a un hecho que tenía ya resuelto: la aventura certera entre Ernesto y Rosalía. Me hacía gracia que se vieran a escondidas. Si ninguno de los dos tenían compromiso, ¿para qué ocultarlo? “Solo son prejuicios de viejo”.

El camino de regreso lo efectué a menos velocidad que la empleada a la ida, y aún así llegué sudorosa y agotada. Una ambulancia arrancaba en ese preciso instante a la altura de mi casa. Mi madre y unos cuantos vecinos habían formado un corro, donde cuchicheaban con semblantes apenados.

–¿Qué ocurre? –pregunté intrigada.
–Rosalía... que ha muerto – respondió Enriqueta con lágrimas en los ojos.
–¿Qué? ¿Pero cómo ha sido? –añadí incrédula.
–Solo han dicho que de una parada cardiorrespiratoria –explicó Adolfo, marido de Enriqueta–. Tu madre te lo explicará mejor. Es quien la ha encontrado.
–¿Y eso? –dije expectante.
–Como ya eran más de las diez, y no había salido de casa, llamamos al timbre... Ernesto y yo. Al no contestar, y bastante preocupados, le dijimos a Isabel que nos dejara las llaves... y al entrar en su dormitorio... ha sido cuando la hemos encontrado –aclaró mi madre bastante apenada.

Me situé a su lado y le agarré suavemente del brazo, haciendo que sintiera mi afecto y apoyo ante ese sentimiento de frustración que la inundaba por no haber podido hacer nada.

–¿Habrán avisado a Rosa? –pregunté.
–Sí. Creo que iba derecha al hospital –añadió Gerardo, nuestro vecino limítrofe.
–Un hermano de mi cuñado murió el año pasado de un paro cardíaco. Fue debido a un infarto, y eso que solo contaba con cuarenta y seis años –comentó Geno, la esposa de Gerardo.
–Algo así tiene que haber sido –replicó mi madre, dando un largo suspiro– pues que sepamos no padecía ninguna enfermedad grave... quitando la diabetes.
–¿Y dónde está Isabel? –pregunté, echando en falta su presencia.
–Descansando. A la pobre le ha dado una crisis de ansiedad –dijo mi madre–. No tenía que haberla dejado pasar.
–Bueno... ¡pero tú qué ibas a saber! –dijo Adolfo.
–¿Y cuando ha muerto? ¿Esta mañana? –interpelé inquieta y acordándome de la visita de Ernesto la noche del miércoles.
–No sabemos. Yo desde luego ayer no la vi en todo el día –dijo Geno–. Ni cuando salió a visitar a su sobrina, ni cuando volvió.
–Yo tampoco, y eso que estuve casi todo el día en el jardín –añadió Enriqueta.
–¿Y Ernesto? –pregunté con curiosidad escudriñadora– ¿Como está?
–¡Destrozado! Se ha metido en casa y no ha salido. Luego pasaré a ver si necesita algo –dijo mi madre.

A los pocos minutos se dispersaron cada uno a sus apacibles moradas, pero con un acontecimiento en su haber que evitaría la rutina de sus aburridas vidas; aunque solo fuera por un corto espacio de tiempo.

Después de una larga ducha, “calcé” unos vaqueros, y una camiseta blanca. Bajé con el pelo mojado y recogido en un moño hueco para intentar retener el frescor en mi cuerpo. Ya en la cocina, tomé un vaso de agua y al dejarlo... ahí estaba, sentado, sin fumar, sin sonrisa. ¿Sentiría de verdad la muerte de Rosalía, o sería solo fachada? Mis sospechas crecían por momentos y no podía controlarlas... o no quería.

–¡Carlota!, ¿que haces? ¿No me digas que vas a tomar algo a estas horas? –dijo mi madre, añadiendo un sobresalto a mis ya alterados nervios.
–No mamá. Solo estaba bebiendo agua –dije soltando el vaso–. ¿Y tú como sigues?
–Bien. No te preocupes.
–¿Por qué esta mañana no me contaste lo que pensabas hacer?
–Lo intenté, pero como saliste disparada sin hacer caso –dijo con cierto sarcasmo.
–Es que no te oí con los cascos.
–¡Ya!, o llevabas los cascos para no oírme –añadió recriminándome sutilmente.
–¿Cómo nos vamos a enterar del día del entierro? –dije para cambiar de tema.
–No sé. Supongo que Rosa nos lo dirá. Tu padre y yo nos vamos a Madrid. No podemos cancelar la cita con Juan y Rosa, ya sabes que tenemos las entradas desde hace meses; pero si el funeral fuera mañana, volveremos rápidamente.
–¿A ti todo esto no te parece raro? –dije intentando compartir mis dudas.
–¿Raro? ¿Por qué?
–Primero, hace dos días que no sabíamos nada de Rosalía...
–Dos no, que ayer fue a visitar a su sobrina –interrumpió mi madre.
–Bueno eso dice Ernesto, pero te recuerdo que ninguno de los vecinos más cercanos, la vio. Habrá que preguntar al resto.
–¿Cómo que habrá que preguntar? ¿Es que pretendes molestar a la gente con bobadas?
–Tú escucha, que ya veremos si lo son –añadí con intención de hacerla recapacitar–. Vamos a repasar los hechos. Primero, anteayer miércoles fue el último día que la viste. Segundo, por la noche observé a Ernesto en esa visita nocturna tan “insólita”, y tercero, ayer jueves nadie la vio en todo el día ¿No estaría muerta desde anteanoche? Vamos... ¿No la mataría él?
–¿Matarla? ¿Pero de dónde sacas esas tonterías? –dijo mi madre escandalizada.
–¿De todos estos detalles que te acabo de explicar? –añadí con cierta ironía–, y que sigo diciendo que Ernesto es un tío muy raro.
–Bueno, ¡ya está bien! –comentó mi madre un poco molesta–. En todo caso tus “hechos” serán solo casualidades.
–¿Solo? ¿Y desde cuándo crees tú en ellas, con lo escéptica que eres?
–Bueno, y aunque no lo sean. ¿Qué va a tener que ver Ernesto con su muerte? ¡Por Dios! ¡Que estás hablando de “Er–nes–to”!, una persona generosa y amable.
–¡Vale, vale! Olvídate del tema –dije, viendo que no iba a poder imbuir mis dudas en su mente ocupada de ideas preconcebidas e inamovibles.

Mi padre llegó con prisas de la oficina, ya que ese fin de semana tocaba “ir de cachondeo”. Su escapada quincenal consistía en habitar nuestro piso de Madrid y aburrirse de cine, teatro y baile. “La variación de ambiente, da euforia a mi vida”, solía decirme cuando le comentaba que iban contracorriente. Siempre les ha gustado la vida urbana, pero por circunstancias que no vienen al caso, terminamos en este pueblo de los extrarradios. Yo me acomodé a esta existencia mucho mejor que ellos, y eludo, en la medida de lo posible, acompañarles en sus correrías “semi–seniles”.

Después de echarme una larga siesta, quedé con unos amigos para tomar unas cervezas. Caminé pensativa hasta llegar al punto de encuentro. A partir de ahí solo reímos, conversamos, bebimos, volvimos a reír, contamos anécdotas, y al final... todo eran risas. No es que me pasara con la cantidad de líquido ingerido, pero mis pies dudaron algún que otro paso.

Cuando por fin llegué a casa, no pude evitar lanzar un vistazo por la ventana. Eran las doce y todo estaba tranquilo. Las luces interiores de la casa de Ernesto estaban apagadas.

Era la una y media de la madrugada cuando desperté sobresaltada. Siguiendo un impulso me acerqué a la ventana, y cuando escasamente me quedaba un metro para llegar, me paré en seco al notar que las cortinas del salón de Rosalía generaban un ligero movimiento oscilatorio. Escondida detrás de las mías, observé como Ernesto salía y cerraba... ¡con llave! Tuve que refugiarme de nuevo en mi escondite ante la rápida inspección que efectuó por las casas colindantes, y supongo que en especial a la mía. Cuando volví a mirar, estaba a menos de dos metros de su entrada.

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