Bajo la empinada cuesta que deja atrás el pueblo. Un pueblo aún impregnado de la soledad invernal, donde sus todavía escasos habitantes sueñan con el estío, mientras añoran la típica primavera con suaves lluvias, exenta de tanta nube negra y este álgido viento.
Tan
solo a mi derecha resurgen de nuevo los escasos huertos cultivados.
El resto son terrenos que sus dueños, ya mayores, dejaron liegos
para banquete de la ambiciosa y avara broza.
Y
el “Abión”, silencioso, que parece bajar olvidado antes de
alcanzar el puente, atraviesa los ojos de hormigón para llorar
espuma. Más abajo, su cauce, otra vez con sombra luctuosa, se alarga
entre chopos reventones y vegetación generosa. Y así con arpegio
cambiante, con rostro versátil, va renaciendo en las horas tristes
para inexorablemente morir un segundo después.
Ya
en la “carrera” contemplo el verdor del trigo a un lado y el tono
más suave de la cebada al otro. Mecidas sus espigas por el viento
parecen dialogar sobre la eternidad, y yo en medio mirando para ambos
lados sin decidir por cual de los campos echar a correr.
Simplemente
Soria, con sus sueños y silencios.
Caminante
con su frialdad a cuestas,
que
porta dormida la mano del poeta.