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31 de enero de 2012

ÚLTIMA LLAMADA

EDVAR MUNCH


Me costaba no llamarla. Al fin y al cabo aunque esposa de mi tío, no dejaba de ser familia. A pesar de no tener un vínculo de consanguinidad, sentía una especial debilidad por ella, aunque solo fuera de unos años para acá; desde que falleció su marido.

Antaño siempre había sido una mujer mandona, arisca, esquiva con las demostraciones de cariño. Sin embargo, ahora intentaba dar lo que más deseaba para sí. Buscaba un trueque del mismo sentimiento, pero que los demás no veían porque era tan vago, tan efímero, que incluso ni ella detectaba. Solamente quien estuviese a su lado y tuviese una pizca de sensibilidad lo podría localizar; pero sus dos hijos, ignoraban esa afectividad, porque nunca la habían conocido.

Cada lunes a la misma hora, esperaba oír mi voz con tal ansia, que podía imaginar sus rápidos pasos antes de descolgar y su amplia sonrisa convertida en mueca bajo su desfigurada nariz. Cuatro operaciones por un mal nacido lunar, complicaron su existencia haciendo de ésta una clausura. Solamente la quebrantaba en la obligada visita al médico.

Había que entender su triste vida. Nació en un pequeño pueblo de unos trescientos habitantes, en una familia donde la madre blandía la bandera de la autocracia como sistema de educación. “¿Cultura? ¿Qué es eso? ¡Ah leer y escribir! En el campo y con vara es como se aprende”. Creció en la patria de la ignorancia, y a sangre se ganó su temperamento.

Con quince años, decidió asistir a escondidas a la escuela. El joven maestro sabía bien del fuerte carácter de la madre, así como de la capacidad de aprendizaje de Valentina, por lo que decidió tomarlo como un reto personal para demostrar, una vez conseguido su objetivo, que la joven no era ninguna gaznápira, y que bajo su mohíno y adusto caparazón se escondía una joven con mucha emotividad.

Poco tiempo duraron las citas didácticas; pues la recelosa madre, andaba vigilante ante las respuestas esquivas de la hija y su actitud soñadora. Se acabaron el día que los encontró bajo el viejo olmo del río con un libro en las mano. Cayó una buena reprimenda, y no precisamente para su hija, la cual fue conducida a casa a base de empujones y golpes.

Con apenas dieciséis años, Valentina se quedó embarazada. Mi tío, que llevaba “tonteando” con ella algún tiempo, no supo como reaccionar ante la noticia. Decidieron comunicarlo a las familias, entre las cuales ya existía un malestar disfrazado por pequeñas riñas de tierras. Pero la máscara cayó definitivamente ese día, ya que Angustias, madre de la pobre desdichada, la arrastró a empujones hasta la casa de mis abuelos, los cuales, después de ser vilipendiados por la indómita mujer, acordaron un rápido casamiento.

En esa época en la que simplemente por el hecho de quedar a escondidas con un chico, te trataban de puta; la noticia del casorio supuso la comidilla de todos los habitantes del pueblo. Incluso sus amigas, no paraban de desacreditar a la joven; actitud que agrió más su carácter.

Una mañana de otoño, con escasos tres meses de gestación, fue sacada a hurtadillas del pueblo por sus padres. Emprendieron un largo camino en carro con intención de llegar a la provincia limítrofe, pues había llegado a sus oídos la existencia de un curandero que practicaba abortos. La única persona que sabía de esta deplorable maniobra, era una tía de Valentina, quien no pudiendo aguantar la pesadumbre que sentía, optó por contárselo a la familia de mi tío Justo. Mi abuelo, persona también de mal carácter y con ideas tradicionales, emprendió el camino en su busca con la esperanza de no llegar demasiado tarde.

No pudieron consumarse las intenciones de la hosca Angustias, pues no tuvo suficiente dinero para pagar la operación. Ya de vuelta intentó ocultar su fracasada maniobra. Pero a un pueblo que albergaba en su interior tanta represión y opresión, no se le podía sujetar en sus crueles habladurías.

Dos años después “la pequeña Angustias” –así apodaban a Valentina–, se quedó nuevamente embarazada. No había cambiado mucho la situación, quitando el hecho de que su padre falleció pisoteado por un mulo, y su madre quedó inválida en cama; lo que no apaciguó su carácter, pues seguía dando órdenes y manejando la vida de sus cinco hijos. Valentina, educó a los suyos con la misma mano dura que rigió su juventud.

Cuando murió su madre, abandonó el pueblo para instalarse en la capital de su pequeña provincia. Mi tío, un buen hombre que equivocó sus anhelos al pensar que con el fallecimiento de su suegra, volvería la muchacha de la que se enamoró, no solo los vio derrumbados; sino que respiró los vapores de un hogar enrarecido por la amargura, la desidia, y la discordia. Con apenas cincuenta años abandonó este mundo. Un infarto fue el causante de parar el órgano del corazón; pues el otro, el que cobija sentimientos, hacía tiempo que estaba muerto.

Al quedarse viuda, Valentina comprendió la triste vida que ofreció a su esposo, pero su orgullo no le permitió recuperar ni prodigar el cariño negado a sus hijos. Yo no entendía porqué se mostraba amable e ilusionada con mis llamadas, pues aún siendo la única sobrina por parte de su difunto marido, no habíamos tenido un trato directo, ya que yo residía en otra ciudad. Simplemente me limitaba a conversar una vez a la semana. Me daba pena la soledad en la que estaba ahogada, ya que sus hijos apenas la visitaban. Supongo que vería en mi una pequeña tabla de salvación donde ahogar su carencia de afecto y compañía.

Ese día me extrañó su tardanza en descolgar el teléfono. Saltó el contestador y la sangre se me heló cuando escuché su voz: “Cuando se ha perdido todo, cuando ya no se tiene esperanza, la vida es una calamidad y la muerte un deber”.

En la tumba de mi tía reza la última frase que dijo en vida. Frase de Voltaire, dicha por una ¿analfabeta?



29 de enero de 2012

SIN FUTURO



Vivo en la abreviatura del silencio...
donde el sol desgrana sombras,
mientras la mano del aire
resbala imprudente
por mi ajada vestidura;
donde la luna llorosa,
suspira impaciente
por los nuevos albores.

Me dejaste en la tierra árida
y olvidaste darme un corazón.

Cuando las hojas del tiempo
lleguen a la cuna de mi soledad,
cuando mi cuerpo quede vacío
en este desierto de muerte;
los negros plumajes
revolotearán descarados
ante la marchita mentira...
y tú sudarás espantando
un mañana que ya es pasado,
y yo lloraré eternamente anquilosado
porque olvidaste darme un corazón.

28 de enero de 2012

DESTINO PENDIENTE




Km. 112, Km. 113, Km. 114... Pasaban los kilómetros, pasaban los carteles publicitarios, pasaban las farolas... todo pasaba. Ahora allí... ahora aquí... ahora atrás. Cuanto más avanzaba por la carretera, más pensaba en el futuro, que pronto se haría presente, y rápido pasado.

En todos sus solitarios viajes como agente comercial, siempre terminaba pensando en lo mismo: el correr del tiempo. Tenía 29 años, separado y -como los marinos- con un ¿amor? en cada ciudad. Pero su vida estaba vacía. La vivía como una marioneta. Antes la dirigía su mujer, ahora su jefe y luego... ¡quién sabe! La cuestión es que el tiempo pasaba, la existencia transcurría monótona y lo más gracioso, es que quizás en el futuro anhelara volver atrás.

Tenía tanto miedo de envejecer y acabar solo, que a veces se imaginaba con 80 años, sentado en una silla de ruedas y rodeado de gatos; entonces cerraba los ojos y deseaba volver a tener 29; luego los abría y decía, “deseo cumplido”. De esta manera veía la vida de otra manera, aunque solo fuera por poco “tiempo”.

Llamó su atención la indicación de desvío en 1000 metros, del siguiente pueblo. “Que curioso, ¿de qué me suena el nombre?” –pensó–. Era la primera vez que pasaba por esa autovía y no tenía clientes en la zona. 500 metros para la bifurcación, y sin saber porqué, puso el intermitente y desplazó el coche al carril derecho. Una subida, una rotonda y en quinientos metros entró en el pueblo.

Casas nuevas y viejas se unían en una amalgama de colores. Recorrían las fachadas desde el blanco al naranja, pasando por el amarillo y el ocre. Miraba desde la ventanilla el caminar sosegado de sus habitantes y visitantes. Era como volver al pasado. Había algo en ese entorno medio rural, medio urbano que atraía su presencia mientras su mente luchaba por ¿recordar?, ¿revivir? Toda su vida la había pasado en Madrid; y los veranos, también. Solo conocía el ambiente “campestre” por alguna que otra escapada planificada por su “ex”.

Guiado, quizá por su experta conducción, giró a la derecha y aparcó rápidamente en un espacio hecho a la medida para su todoterreno. Callejeó distraído y sin prisa durante un cuarto de hora, con la convicción y extrañeza de haber pisado esos viejos adoquines. Admiraba las vigas y columnas de madera que decoraban los soportales como si fueran antiguos amigos. Incluso algunas personas con las que se cruzaba le resultaban vagamente familiares. Al llegar a la plaza del pueblo, sus ojos y luego sus pasos se encaminaron hacia una taberna situada al lado del Ayuntamiento. Un gastado cartel indicaba el nombre del establecimiento: Bar Genaro. “¡Vaya! Mi nombre en un rótulo” –pensó con sorna–.

Una vez dentro, recorrió con los dedos la dorada barra que avanzaba sujeta al blanco mostrador. Tomó el último taburete y sentándose en él, pidió una cerveza al laborioso camarero.

–Aquí tiene... para acompañar –dijo el hombre, situando un pequeño plato con aceitunas junto a la bebida.
–Gracias –respondió Genaro.
–¿Qué le ha traído hasta este pueblo? ¿Turismo? –preguntó el camarero mientras secaba una taza.
–Si, y no. La verdad es que... no sé porqué me he desviado de mi camino, y ahora que estoy aquí, es como si lo conociera.
–¿No ha estado nunca? ¿Ni de pequeño?

El camarero miraba hipnotizado cómo Genaro pinchaba las aceitunas de tres en tres y dirigía el pequeño palo repleto hacia la boca, para luego retirarlas con los dientes una a una.

–Que yo sepa, no. He nacido y crecido en Madrid. Ahora por cuestiones laborales me muevo bastante, pero jamás he pasado por esta zona.
–Pues eso si que es interesante. A lo mejor lo ha visto en algún reportaje de la tele.
–No sé... quizá. Porque otra explicación... no encuentro.

Genaro miró el cartel donde figuraba el menú del día, y apurando la cerveza decidió quedarse a comer.

Las tres de la tarde y en el televisor comenzaban los informativos.

–Ángel, me trae un café, por favor –dijo Genaro sin quitar la vista de la pantalla.

El camarero se acercó con lo solicitado.

–¿Está seguro que nunca ha venido por aquí?–-comentó un poco asombrado.
–Si. ¿Por?...
–¿Y cómo sabe mi nombre, si no se lo he dicho? –preguntó Ángel.
–Ni idea. Me ha salido, sin más. Tal vez alguien le ha nombrado y me he quedado con él.
–No se... –dijo el camarero dudando–. Usted es un poco raro. No ha venido nunca por aquí, pero le suena el pueblo; no me conoce, pero sabe mi nombre...
–Pues no sé que decirle. Yo estoy tan desconcertado como usted.
–Y además, tiene una manera de coger las aceitunas similar a... la de alguien que conocí.
–¿Y qué tiene de extraño? Muchas personas tenemos costumbres similares –dijo Genaro sin dar mayor importancia–. ¿Era algún allegado?
–... el hijo del dueño.
–¿Y dónde está ahora? ¿A ver si resulta que le conozco?
–No lo creo. Falleció hace 29 años.
–¿29? ¡Qué casualidad! Los que yo tengo.
–¿Que tiene usted 29 años? –añadió el camarero sorprendido.
–Sí. Recién cumplidos.
–Déjeme adivinar. ¿El 25 de Mayo?
–¡Sí! ¿Cómo lo ha sabido?
–... y ¿no se llamará Genaro?... sería mucha coincidencia...
–Pues sí... pero sigo diciendo que... ¿cómo lo sabe?
–Porque ése era su nombre y la edad que tenía... cuando falleció –dijo Ángel apesadumbrado.
–Cuánto lo siento. ¿Cómo murió?... si no es indiscreción.
–En un accidente de coche. Exactamente a las once y cinco de la noche. Lo tenemos muy grabado las personas que lo conocíamos... y le queríamos.

Ahora el sorprendido era Genaro. Él había nacido en un coche camino del hospital, exactamente a las once y cinco de la noche.

27 de enero de 2012

UN ALIENTO




Lejos del nido, el viento azota.

Acurrucado en un rincón del alfeizar,
ve pasar las horas del hambre.
Imagino su reflejo
en la oscuridad del cristal;
tan frío como su duelo.
Tras él... yo lo observo.

Descalzo de madre
y desvestido de aliento,
su delgado cuerpecito
nota los envites irascibles
de la soledad y la agonía...
no queda tiempo.

El espejo se mueve enmudecido,
mientras mis tibias manos,
recorren temblorosas
sus pequeñas alas de ángel.
Su deseo de cobijarse,
no rechaza mi ofrecimiento.

Lo mezo... le hablo;
mientras él queda
quieto... muy quieto.

26 de enero de 2012

ESE EXTRAÑO PRESENTIMIENTO




Los primeros recuerdos de esa casona danzan por mi memoria como chispas que lanza el fuego. Desde muy pequeño me había hipnotizado, quizá por la desnudez de sus paredes o por la altura de su artesonado de madera vieja y oscura, pero cada año que la veía, sentía a la vez una atracción imperiosa por estar allí y un temor profundo a que sucediesen hechos extraños. Quizás este miedo solo fuera creado, deseado y temido por la mente de un niño ansioso de peripecias.

Según contaba mi padre, mi abuela había fallecido cuando él solo contaba con once años, después de una larga enfermedad que la tuvo postrada en la cama durante bastante tiempo, el cual ocupaba rezando. Cuando murió, llevaba encima su rosario cuyo brillo había desaparecido hacía por lo menos una década.

Aquel verano, acababa de cumplir precisamente once años y sabía que iba a ser especial. Sentí como si una alarma interior me avisara del acontecimiento en ciernes que pronto acaecería.

Yo dormía en una alcoba enfrente del cuarto de mis padres y nunca me había importado; pero en esa noche, tenía una extraña inquietud y les dije que me dejaran dormir con ellos. Por supuesto mi madre se opuso, pues no entendía como podía tener miedo después de tantas veces como había usado el susodicho habitáculo.

Acababa de acostarme y mi desasosiego estaba a flor de piel. Repentinamente, noté como una respiración pausada. No sentía el soplo, solo el ruido. ¡Imposible!, sería mi absurda obsesión –pensé–. Contuve la mía y agudicé el oído. Seguía ahí, quizás más lenta todavía. No podía salir corriendo, ya que mis padres pensarían que todo era efecto de no querer dormir solo; así que di media vuelta e intenté ignorarla, ocupando mi mente con otros pensamientos mientras llegaba Morfeo. Nada, todas mis cavilaciones se esfumaban y los cinco sentidos volvían a estar pendientes de mi ofuscación. Ahora no solo notaba el sonido, sino también el hálito. Me levanté como un cohete y corriendo crucé el corredor; haciendo que mis padres encendieran la luz asustados. No dijeron nada, solo me miraron a la vez que se desacoplaron de su sitio para hacerme un hueco.

A la mañana siguiente ya pensando en lo absurdo de la situación, estaba deseando salir a jugar para contárselo a mis amigos; pero me contuve hasta la noche, porque normalmente en ese periodo del día era cuando nos juntábamos para contar historias de miedo. Para dar más emoción a los relatos, quedábamos en los muros del cementerio, y precisamente ahí relaté mi historia, presumiendo de su veracidad y mi coraje; pero modificando el final, ya que no quería quedar precisamente como un cobarde delante de mis compañeros.

Pedro estaba muerto de miedo, pero Antonio no se lo creía, hasta que aquél le dijo que esa sensación la tuvo en una ocasión que entró en la casona cuando aún vivía mi abuelo. “Fue una noche que nos quedamos sin luz, y mi tío me envió a tu casa para ver si nos podía dejar una linterna. Hizo que esperase en la entrada, pero mientras volvía me puse a husmear. Fui hasta la cocina. De repente se apagaron las dos únicas velas que había y empecé a sentir miedo. ¡En pánico se convirtió!, cuando noté la respiración que comentas. Y no eran imaginaciones, era real. Desapareció cuando llegó tu abuelo con el farol encendido”.

Ya no sabía que excusa poner para no dormir solo. Después de la historia de Pedro, si tenía alguna duda sobre lo acaecido la noche anterior, se desvaneció. Velozmente me introduje entre las sábanas y me tapé con ellas hasta arriba, incluida la cabeza, y canturreando bajito, intenté abstraerme con otros pensamientos. Al cabo de un rato llegó el ansiado sueño.

Esa noche no ocurrió nada, o por lo menos yo no lo sentí. La siguiente, estando más relajado, oí un ruido que en principio no identifiqué. Rápidamente encendí la luz, pero no vi nada fuera de lo normal. Estaba atento e inmóvil sentado en la cama cuando... otra vez. Provenía del interior del armario. Reconozco que no soy valiente, y por tanto no pensaba levantarme a mirar. Visionaba rápidamente escenas de películas donde el protagonista iba a averiguar el motivo del zumbido, o chasquido mientras yo decía: ¡no vayas! Por supuesto que no lo hice... a pesar de que el ruido siguió otras 57 veces hasta que cesó.

Cuando me desperté y sintiéndome más protegido, ya que mi madre estaba haciendo la habitación, me acerqué al enorme mueble. Tenía una puerta central con un espejo moteado y oxidado por el paso del tiempo que intenté abrir con discreción, pero el crujido que generó llamó la atención de mi laboriosa madre, que me obligó a cerrarlo inmediatamente; con lo que no pude ver mucho más allá de unas mantas y ropa vieja.

Pasé toda la mañana dándole vueltas al número 59. ¿Por qué ese y no 60? ¿Serían los años que tenía algún antepasado cuando falleció? ¿O con los que contaba la casa? Pensé en interrogar a mi padre, pero siendo un poco prudente y sabiendo de antemano que no llegaría a ninguna conclusión que pudiera resolver el misterio, abandoné la idea.

Esa tarde aprovechando que mi madre estaba fuera, me acerqué nuevamente al descomunal armario. Después de mirar mi imagen reflejada y sintiendo un poco más de coraje, accedí a su interior abriendo la hoja de roble macizo. Solo el olor añejo que despedía su interior, echaba para atrás. De repente, lo vi. Negro, descolorido por el uso, opaco. ¡Era el rosario de mi abuela! Como un autómata lo cogí, y no se porqué, empecé a contar las bolitas... 59. ¡Pero estaban todas unidas! y sin embargo yo las había oído caer una a una!

Enseñé a mi padre el objeto en cuestión y aún sabiendo la respuesta, le pregunté si había sido de su madre. Vi que se sobresaltaba y una mezcla de terror y devoción se dibujó en su cara.

–¿De donde lo has sacado?
–Estaba en el armario grande. ¿Por qué?
–Por nada. Dámelo.

Y sin más se quedó con él, dejándome más confundido que antes. 

Cuando llegó mi madre, les vi cuchichear unos segundos antes de cerrar la puerta de su dormitorio. No sabía qué pensar. Nunca había visto así a mi padre. ¿Habrá sentido añoranza por un lado y por otro sorpresa de encontrarse el objeto, quizá perdido durante años?

Dormí relativamente bien, pues aunque no pasó ningún hecho extraordinario, solo podía pensar en las situaciones extrañas de esos días. Cuando me desperté entraba el sol por la ventana y eran más de las diez. Al darme la vuelta vi sobre la almohada, colocado como dispuesto para ser rezado... ¡el rosario! No entendía nada. Mi padre me lo había quitado y ahora, ¿me lo devolvía arrepentido?

No había nadie en casa. Me preparé el desayuno y cuando estaba dispuesto a salir, entraron mis padres con expresión desencajada. Sin saber como actuar, volví sobre mis pasos y para evitar más enfados, recogí el rosario y se lo deposité en la mano. Ahora la cara era de puro terror.

–Pero... ¿cómo es que lo tienes tú?
–No sé, estaba en mi almohada esta mañana. ¿No me lo habéis dejado vosotros?
–No, lo guardé en una caja con llave.
Ambos progenitores se miraron incrédulos.
–¿Qué pasa? ¿Me podéis explicar qué ocurre?
–Ya sabes que era el rosario de la abuela.
–Si. ¿Y qué?
–La enterraron con él.

Ni que decir tiene, que no volvimos más veranos y la casa se puso en venta.






25 de enero de 2012

PAGANDO MI AMOR


A veces me olvido de respirar,
mirando tus labios pellizcar el aire;
otras miro sin mirar,
perdida en los confines de tu boca;
muchas me evado siguiendo
la huella perfumada de tu mano...
y casi siempre me juro,
no volver a hacerte caso.

Cada día anudo motivos,
con los que convencerme
para olvidarte;
pero me hablas y hablas,
y tus palabras me desarman...
y vuelvo al redil, mucho más cobarde.

Caricias que dudo sean ciertas,
besos que tal vez no sientas;
por los suelos mi orgullo,
mi precio sobre la cama,
me pregunto... ¿cuál será el tuyo?

23 de enero de 2012

CUANDO EL RECUERDO CALLA



Cuando los recuerdos no hablan,
porque quedaron dormidos,
y si el tiempo no los despierta,
porque los dejó en el olvido...
solo me queda mi viejo cofre,
y su fragancia en el terciopelo deslucido.

Aromas de dulzura que bañaron mi niñez:
Lapicero y goma batiéndose en el papel,
la tinta de los libros, y la tiza en la pared,
la onza de chocolate antes de las seis,
vainilla en el bizcocho, y la leche con miel.
Tu y yo... y nuestra candidez.

Olores de excitación que inundaron mi juventud alborotada:
Pequeños volcanes en la tierra mojada,
humo in crescendo con la primera calada,
hormonas encendidas en las miradas,
tu cuerpo sudoroso, junto a la balaustrada.
Tu y yo... y nuestras emociones aliadas.

Perfumes de sosiego que regaron mi madurez:
Tazas humeantes a buen café,
suaves esponjas a champú de bebé,
toallas mojadas tras secar tu piel,
copas de vino, en la cama y en el mantel.
Tu y yo... y nuestra desnudez.

Fragancias, mágicas fragancias...
que me hablan, cuando tu callas.

21 de enero de 2012

UNA ROSA Y UN POEMA






Sentada en su mesa de trabajo, notó la mirada de su marido, y ella se la devolvió como una cría enamorada.
Ayer celebraron su aniversario. “Por la mañana recibió una rosa y una cita redactada en verso. Llegó al restaurante del hotel ciertamente nerviosa, como si el encuentro fuera con un desconocido. Le siguió el juego; aunque no necesitaba de este halo misterioso para desear con ansia su encuentro. Acomodado de espaldas a la puerta, lo vio girarse como si barruntara su presencia. Sus ojos se cruzaron y en un apresurado segundo, se dijeron todo. Si la cena fue fascinante, la noche resultó indeleble. En la habitación la sedujo como la primera vez. No había adjetivos que calificasen la cascada de sensaciones que recorrió su cuerpo. Desnuda sobre las sábanas; sintió esa ternura afable, esa galantería descarada y esa pasión desenfrenada, que demostraba en cada encuentro. Sería la diferencia de edad, o su tránsito mundano, mas no paraba de sorprenderla en cada momento”.
Volvió a mirarle y él hizo un guiño sugerente. De pronto sintió que algo no iba bien. Un escalofrío recorrió su cuerpo, una angustia inundó su garganta y su corazón se estremeció. Dicen que cuando la sientes pasa la vida ante los ojos. No sabía si sería verdad, pero sí que era Ella, y acababa de llegar.
Con la mirada perdida visionó su primer encuentro. “Afianzada en su recién estrenada silla de recepción, lo vio pasar altivo, con una pizca de distinción. Paró en seco y con una sonrisa radiante le dio los buenos días. Ella ruborizada a la vez que encandilada, devolvió el saludo”.
Escuchaba un sinfín de ruidos que no podía, ni quería identificar; su mente seguía en aquella época feliz de su vida. “La invitaba al cine, con una rosa y una poesía. Paseaban junto a cristaleras que devolvían la imagen de su talle amarrado y su cara embelesada. Descansaban exhaustos del copioso amor consumido”.
Ahora eran voces, que iban y venían. Unas más altas, otras demasiado bajas. Murmullos lejanos, o ¿era el viento removiendo las hojas caídas? No importaba, “era el día de su boda. El vestido un poco atrevido, pero los ojos de él brillaban entusiasmados y llenos de inconmensurable adoración. Estaba ansiosa porque llegase la noche. No añoraba las horas de amor vividas, pues sabía que quedaban muchas, largas y eternas; llenas de caricias incontroladas, abrazos fundidos y besos apasionados”.
Alguien cerró la ventana y el sonido de una ambulancia dejó de escucharse. Había gente, la sentía a su alrededor. No entendía nada. “Acababan de nacer los gemelos. Dos rosas y dos poemas; es lo primero que vio cuando abrió sus ilusionados y cansados ojos. El se los leyó con tanta ternura y tanto amor, que una cautelosa lágrima se deslizó a escondidas por su sonrosada mejilla”.
Ahora estaban en París. ¡Las bodas de plata y se comportaba como si acabaran de conocerse! Bajo la torre Eiffel le susurró nuevamente al oído, aquellos versos que un día compusiera para ella: Contigo me encuentro bien, sin ti no duermo, a tu lado soy feliz, lejos de ti me muero”.
Ya no oía nada. No había ambulancias, ni voces. Todo silencio. Notó una mano en su hombro y una voz cálida, amable, ahogada.
-Lo siento, ha muerto.

19 de enero de 2012

ASUMIENDO


Nadie comparte mi luto
desde que sus pasos se marcharon,
rompiendo el silencio de la noche.

Quedo aquí, rota y sola,
intentado versificar mi odio;
pero las células muertas de mi cerebro
solo apuntan a la cúspide de mi decadencia...
Quedo apoyada en mi espectro,
cual cuervo durmiendo en su piel.





17 de enero de 2012

???



Volveré a editar este haiku. Perdón por retirarlo.

DE LA AMISTAD AL ODIO





Solo quedaban tres casas habitadas cuando llegaba el invierno. Excluyendo a Bernardo, viejo y soltero desde que nació, pues siempre fue solitario y huraño, las otras dos familias eran amigas.

Ricardo, era el hijo de Basilio y Brígida. Trabajaba con su padre en el campo y entre los dos atendían la hacienda propia y la arrendada. Era introvertido, terco y necio. Sus padres, por el contrario, eran personas amables y queridas, sobre todo por sus otros vecinos, Julián y Rufina. Éstos, afincados en el pueblo desde hacía veinte años, estaban actualmente jubilados y su entretenimiento era el paseo y las tertulias.

Ese año la cosecha de cebada había sido excelente, y así lo comentaron esa tarde en una de sus largas conversaciones. Pero por la noche, el granero ardió y con él la reserva de grano. Apenas quedó un tercio de la recolección.

El hijo, en sus deambular de ideas irracionales, convenció al padre que había sido Julián quien por envidia había provocado el incendio, pues unas horas antes del percance, lo había visto pasar cerca del almacén.

Su amigo, le juró y le perjuró que no había sido él. Pero el padre, creyó al hijo, y desde entonces empezó a gestarse un odio entre ambas familias, que ni ellas mismas creían albergar. Basilio le reclamó a Julián que dejara de cultivar un huerto que le había permitido sembrar; a lo cual se negó. Un día aparecieron todas las hortalizas arrancadas y destrozadas.

Las rencillas iban en aumento. Varios incidentes, hicieron que Julián pusiera una denuncia. Al enterarse Ricardo, cogió una escopeta de caza y en la puerta de la casa enemiga, disparó. Allí, en el frío suelo concluyó la vida del jubilado.

Solo eran tres casas, ahora dos y media. Bernardo cuando se enteró sonrió para sus adentros y la envidia que sintió era un poco más pequeña.


15 de enero de 2012

TRAS LAS AMAPOLAS: JAMÁS IMAGINÉ

INMERSA EN EL OCASO



Ya no llueven mariposas,
en el tálamo ensombrecido;
y en el mármol blanco de su letargo,
solo anida el vacío de mi existencia.

Llamo a gritos a la dama negra,
que orgullosa mira para otro lado;
mientras las olas de mi pesar
imploran su compasión...
prefiere secar otros pastos con su aliento,
que asfixiar los rojos ríos que agonizan en mi bruma.

Hoy de nuevo abro los ojos,
y llego a la conclusión
que no hay madrugada para mi.
Mi única opción es cerrarlos con premura,
y esperar al mañana...
quizá entonces pueda ser.

12 de enero de 2012

PIEL DE SOLEDAD

(Pintura Edward Cucuel)

Se me amontona la soledad,
bajo los pliegues del alma.
¡Qué doloroso es saber,
que tus besos me engañan!

Intuí que eras ave peregrina,
con las alas desplegadas;
pero solo quise ver cisne,
en mis azules aguas calmadas...
y si bien el mundo me advirtió,
de tus vanas palabras;
en mi empañada racionalidad,
acepté el vino que me dabas.

Quisiera morir detrás del arcoíris,
o sobre la espiga dorada;
en un atardecer...
que no me muerda las entrañas,
o en una rosada aurora...
que me quiera, como tú me amabas.

¡Soledad!
Ayer lloraba porque no estabas...
hoy muero porque me hablas.

10 de enero de 2012

AHORA QUE...



Ahora que la blanca lluvia
de los verdes chopos,
se agita burlona en mi cara...
que esquiva y silenciosa se fuga de mis manos,
para decorar de nubes el tímido riachuelo...

Ahora que los cuchicheos de la aves
solo hablan de paraísos remotos,
donde las ninfas beben espuma de jade,
y las tormentas se descalzan
para no manchar el suelo.

Ahora que cierro los ojos,
mientras me baño en un lago de intimidad y sosiego...
veo tus labios de fuego
y ese cuerpo que aún deseo.

Ahora resulta que me has robado la soledad...
que inundas mis pensamientos...,
perturbando mi sueño...
y sin pedir permiso por ello.

7 de enero de 2012

JAMÁS IMAGINÉ



Jamás hubiera imaginado,
que tras las tinieblas de mis cuencas vacías,
hubiera una llama que iluminara mis noches.
Que tras el viento que robó mi descanso,
fuese la brisa quien me llevara a tus brazos.

Ya no amanece con indiferencia,
ni hay sal que reseque mi cara...
y la tierra que cubría el blanco ataúd,
verá pasar los inviernos y las primaveras;
y quizá desespere mientras me espera...
y tal vez también el viento la lleve;
y dejará de ser techo de muerte,
para ser lecho de rosas...
esas... que se desnudarán con tus caricias;
y dejarán de ser tallo de espinas,
para ser testigos mudos,
desde rincones y esquinas.

3 de enero de 2012


UN SIMPLE VISTAZO



El último rincón,
encrucijada de cartón.
Retuerzo mis frías manos...
no son de joven, son de anciano.
Equilibrio de mis pies,
necesito un arnés.
Me caigo rápido,
me levanto lento.
No me juzgues de antemano,
solo dame la mano...
"Ni siquiera me conoces,
¿por qué evitas mi roce?”
Sentado en un banco,
veo el mundo negro y blanco.
Sigo mirando...
curiosas circunstancias
reflejadas en un segundo.
Un último beso...
cosas que valen la pena.
Una mano alzada...
solicitud de un deseo.
Un blanco que no es manco...
y un negro desaliñado.
Ropas de postín,
pies sin calcetín.
Carteras abultadas,
miradas abandonadas.
Sistema para ricos,
obligación para pobres.
Risas en la arena,
tristezas en la acera.
Pienso... ¿por qué?
Me pregunto ¿qué hacer?...
nada... ¡para qué!

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