EDVAR MUNCH
Me
costaba no llamarla. Al fin y al cabo aunque esposa de mi tío, no
dejaba de ser familia. A pesar de no tener un vínculo de
consanguinidad, sentía una especial debilidad por ella, aunque solo
fuera de unos años para acá; desde que falleció su marido.
Antaño
siempre había sido una mujer mandona, arisca, esquiva con las
demostraciones de cariño. Sin embargo, ahora intentaba dar lo que
más deseaba para sí. Buscaba un trueque del mismo sentimiento, pero
que los demás no veían porque era tan vago, tan efímero, que
incluso ni ella detectaba. Solamente quien estuviese a su lado y
tuviese una pizca de sensibilidad lo podría localizar; pero sus dos
hijos, ignoraban esa afectividad, porque nunca la habían conocido.
Cada
lunes a la misma hora, esperaba oír mi voz con tal ansia, que podía
imaginar sus rápidos pasos antes de descolgar y su amplia sonrisa
convertida en mueca bajo su desfigurada nariz. Cuatro operaciones por
un mal nacido lunar, complicaron su existencia haciendo de ésta una
clausura. Solamente la quebrantaba en la obligada visita al médico.
Había
que entender su triste vida. Nació en un pequeño pueblo de unos
trescientos habitantes, en una familia donde la madre blandía la
bandera de la autocracia como sistema de educación. “¿Cultura?
¿Qué es eso? ¡Ah leer y escribir! En el campo y con vara es como
se aprende”. Creció en la patria de la ignorancia, y a sangre se
ganó su temperamento.
Con
quince años, decidió asistir a escondidas a la escuela. El joven
maestro sabía bien del fuerte carácter de la madre, así como de la
capacidad de aprendizaje de Valentina, por lo que decidió tomarlo
como un reto personal para demostrar, una vez conseguido su objetivo,
que la joven no era ninguna gaznápira, y que bajo su mohíno y
adusto caparazón se escondía una joven con mucha emotividad.
Poco
tiempo duraron las citas didácticas; pues la recelosa madre, andaba
vigilante ante las respuestas esquivas de la hija y su actitud
soñadora. Se acabaron el día que los encontró bajo el viejo olmo
del río con un libro en las mano. Cayó una buena reprimenda, y no
precisamente para su hija, la cual fue conducida a casa a base de
empujones y golpes.
Con
apenas dieciséis años, Valentina se quedó embarazada. Mi tío, que
llevaba “tonteando” con ella algún tiempo, no supo como
reaccionar ante la noticia. Decidieron comunicarlo a las familias,
entre las cuales ya existía un malestar disfrazado por pequeñas
riñas de tierras. Pero la máscara cayó definitivamente ese día,
ya que Angustias, madre de la pobre desdichada, la arrastró a
empujones hasta la casa de mis abuelos, los cuales, después de ser
vilipendiados por la indómita mujer, acordaron un rápido
casamiento.
En
esa época en la que simplemente por el hecho de quedar a escondidas
con un chico, te trataban de puta; la noticia del casorio supuso la
comidilla de todos los habitantes del pueblo. Incluso sus amigas, no
paraban de desacreditar a la joven; actitud que agrió más su
carácter.
Una
mañana de otoño, con escasos tres meses de gestación, fue sacada a
hurtadillas del pueblo por sus padres. Emprendieron un largo camino
en carro con intención de llegar a la provincia limítrofe, pues
había llegado a sus oídos la existencia de un curandero que
practicaba abortos. La única persona que sabía de esta deplorable
maniobra, era una tía de Valentina, quien no pudiendo aguantar la
pesadumbre que sentía, optó por contárselo a la familia de mi tío
Justo. Mi abuelo, persona también de mal carácter y con ideas
tradicionales, emprendió el camino en su busca con la esperanza de
no llegar demasiado tarde.
No
pudieron consumarse las intenciones de la hosca Angustias, pues no
tuvo suficiente dinero para pagar la operación. Ya de vuelta intentó
ocultar su fracasada maniobra. Pero a un pueblo que albergaba en su
interior tanta represión y opresión, no se le podía sujetar en sus
crueles habladurías.
Dos
años después “la pequeña Angustias” –así apodaban a
Valentina–, se quedó nuevamente embarazada. No había cambiado
mucho la situación, quitando el hecho de que su padre falleció
pisoteado por un mulo, y su madre quedó inválida en cama; lo que no
apaciguó su carácter, pues seguía dando órdenes y manejando la
vida de sus cinco hijos. Valentina, educó a los suyos con la misma
mano dura que rigió su juventud.
Cuando
murió su madre, abandonó el pueblo para instalarse en la capital de
su pequeña provincia. Mi tío, un buen hombre que equivocó sus
anhelos al pensar que con el fallecimiento de su suegra, volvería la
muchacha de la que se enamoró, no solo los vio derrumbados; sino que
respiró los vapores de un hogar enrarecido por la amargura, la
desidia, y la discordia. Con apenas cincuenta años abandonó este
mundo. Un infarto fue el causante de parar el órgano del corazón;
pues el otro, el que cobija sentimientos, hacía tiempo que estaba
muerto.
Al
quedarse viuda, Valentina comprendió la triste vida que ofreció a
su esposo, pero su orgullo no le permitió recuperar ni prodigar el
cariño negado a sus hijos. Yo no entendía porqué se mostraba
amable e ilusionada con mis llamadas, pues aún siendo la única
sobrina por parte de su difunto marido, no habíamos tenido un trato
directo, ya que yo residía en otra ciudad. Simplemente me limitaba a
conversar una vez a la semana. Me daba pena la soledad en la que
estaba ahogada, ya que sus hijos apenas la visitaban. Supongo que
vería en mi una pequeña tabla de salvación donde ahogar su
carencia de afecto y compañía.
Ese
día me extrañó su tardanza en descolgar el teléfono. Saltó el
contestador y la sangre se me heló cuando escuché su voz: “Cuando
se ha perdido todo, cuando ya no se tiene esperanza, la vida es una
calamidad y la muerte un deber”.
En
la tumba de mi tía reza la última frase que dijo en vida. Frase de
Voltaire, dicha por una ¿analfabeta?