Me
llamo Pablo. Soy hijo único y tengo como padres: un santo y una
maniática. Por el género y el adjetivo, ya se sabe quién es el
sujeto que ostenta las “manías”. Que conste, que a los dos los
quiero por igual.
Las
rarezas de mi progenitora “pesaron” mucho en nuestras vidas –la
de mi padre y la mía–, no hasta el punto de desquiciarnos, pero
poco faltó. Además de las “tradicionales”: apasionada de la
limpieza, sobre todo si teníamos visita; obsesiva con el orden, sin
necesidad de visita; caprichosa con las comidas, solo un huevo si es
frito; contundente con el vestir, rayas y cuadros enemigos acérrimos;
tenía otras muy “raras”. Una vez dialogando con mi padre, le
pregunté, ¿en qué momento, adquirió estas extravagancias? No supo
contestarme. “Llegaron de improviso, sin darme cuenta. Una llevo a
la otra, la otra a la siguiente, y así sucesivamente”. ¡Si de
soltera, parece ser, que era normal! No hacía la cama, ni ordenaba
la habitación, ni ayudaba en casa, pasaba de la limpieza... Nunca
conoceremos como se generaron sus obsesiones. Lo que sí sabemos, es
que por suerte, una de ellas acabó con casi todas las demás.
Vivíamos
en un piso antiguo del centro de la ciudad, de esos que tienen un
pasillo de veinte metros... para arriba. El nuestro estaba decorado,
rodeado e inundado de alfombras. Las había para todos los gustos: de
lana, sintéticas, grandes, pequeñas, hechas a mano, a máquina;
pero todas, con “flecos”.
He
ahí la causa de una de “ellas”. Tenían que estar bien
derechitos, como soldados pasando revista. Para tan ardua tarea,
llevaba encima un “peinaflecos”, como lo llamaba. Era
simplemente, el peine que viene sujeto en el palo de la escoba o
cepillo. Lo afianzaba, siempre, en el bolsillo de la bata y cada vez
que veía uno descolocado, sacaba el “arma” y se lanzaba a
enderezarlo. Cuando menos lo esperabas, allí estaba, a la vuelta de
un recodo, como un mono agazapado quitando piojos a otro.
En
principio no era tan trabajoso porque solo éramos tres, y a mi padre
y a mí nos tenía muy amaestrados; lo malo fue cuando compramos el
perro. Era un “yorkshire”, y tenía el hábito de salir corriendo
a toda velocidad cuando sonaba el timbre de la puerta. Enviaba las
alfombras y sus flequillos, derechitos contra la pared; lo que
provocaba que mi madre saliera corriendo detrás gritando: “como te
coja, te doy”. ¡Mentira!, porque luego no daba ni a una mosca; eso
sí, la reprimenda le caía seguro.
A
él no consiguió adiestrarle del todo, y eso que lo intentaba de vez
en cuando, normalmente cuando llovía y veníamos de la calle.
Previamente le explicaba cómo debía limpiarse los pies en el
felpudo, y luego una vez dentro, cómo tenía que sortear los flecos.
Con la primera enseñanza no consiguió nada, pues ella misma elevaba
al pobre can cogiéndolo ligeramente por la tripa y moviéndolo hacia
delante y hacia atrás, a la vez que restregaba sus pezuñas en el
susodicho felpudo. No era lo mismo; sin embargo no manchaba la casa.
En cuanto a la segunda disciplina, yo creo que el perro asimiló la
mitad, pues aunque seguía con su huida impetuosa ante la llamada del
posible visitante, en sus andares diarios y tranquilos, no rozaba
casi ningún hilo.
Cuando
se marchaban los fines de semana y sabía que iban a venir mis
amigos, comenzaba una retahíla de recomendaciones, incluido claro
está el, “cuidado con pisar los flecos”, para lo cual me
traspasaba el bastón de mando: el “peinaflecos”. Yo por
supuesto, ni caso. En cuanto salía por la puerta me resarcía de
tanta represión y autocracia, sacando de alineación a todos y cada
uno de ellos. Eso sí, antes que volviese, organizaba nuevamente a
los integrantes del tapiz.
En
una ocasión, de vuelta de sus vacaciones, fui a recibirles a la
entrada y debí de poner tal semblante, que mi madre dijo: “Hijo,
¿y esa cara de sorpresa? ¿Es que no sabías que veníamos hoy? La
cara era de sorpresa, efectivamente, pero no por su llegada, sino
porque acaba de mirar hacia abajo y descubrí, ¡el nudo desecho de
un cordón! En ese momento no lo advirtió, fue al día siguiente
cuando sorprendió al desertor... derecho, eso sí, pero fuera de su
hoyo. No dijo nada. Estuvo delante del problema, mirando y sopesando
como volvería a reubicarlo. Por fin encontró la solución. Se
acordó de un “ganchillo” que tenía en la costura y que en
tiempos usaba para ejecutar esta labor. Se agachó, procedió a la
operación, y... ¡helo ahí!, como siempre debería haber estado.
Un
día a la semana, tocaba pasar el aspirador. Había cinco enchufes en
el pasillo, de sobra para que fuera conectando el cable en cada uno,
según iba ganando terreno. ¡Pero no!, ella apuraba hasta alcanzar
esa esquina, o ese recoveco; así que en una ocasión dio un tirón y
desencajó el enchufe hembra de la pared. ¡Que disgusto se llevó!
Fue corriendo al cajón de la cocina a coger un destornillador, que
lo mismo valía para apretar un mango de la sartén, que un tornillo
de las gafas. Se tiró al suelo y después de mucho batallar y
renegar, pues no había manera de volver a empotrar el “puñetero
cacharro”, pudo culminar su objetivo.
Otra
manía y quizá más aparatosa para ella, era transportar el
tendedero plegable lleno de ropa de un extremo a otro de la casa.
Normalmente tenía este utensilio en el patio, y ahí estaba si el
tiempo era bueno; no obstante si de pronto cambiaba, o barruntaba una
posible transformación, agarraba el armazón de alambre con colada
incluida, y tiraba pasillo adelante, hasta llegar a la terraza
cubierta, diciendo: “Cuidado que voy y no veo nada”. Con esto
quería decir que ninguno de los tres, incluido el perro, nos
pusiéramos en medio. Poseía una habilidad asombrosa para deslizarse
cargada, y por supuesto, sin mover ningún fleco. Los tenía tan
controlados... que los intuía, aunque no los viese.
Su
teléfono móvil, también usaba como medio de transporte el bolsillo
del batín. Creía que si sonaba, y no lo llevaba encima, no lo
escucharía. Como había veces que le molestaba al sentarse, solía
sacarlo y soltarlo en algún mueble cercano. Cuando estaba en la
cocina, lo colocaba en una estantería; que estaba en el salón, pues
en el aparador; en el dormitorio, a la cómoda... solo había un
problema, y es que cuando se daba cuenta que no lo tenía a mano,
empezaba a buscarlo como una loca y siempre terminaba diciendo:
“Pablo, llámame, que no encuentro el móvil”. Sabía a quien se
lo pedía, porque mi padre ya estaba aburrido de hacerle llamadas
perdidas, para buscar el objeto perdido, como decía.
En
una ocasión que lo llevaba en el bolsillo trasero del pantalón de
chandal, se le cayó al water –menos mal que fue antes de iniciar
cualquier acto destinado a modificar por un instante el aspecto de
este sanitario–. Rápidamente introdujo la mano, lo desarmó y le
pasó el sacador. Nada, todo inútil... se había ahogado. Mi padre
le dejó uno suyo, y lo tenía como oro en paño. ¡Hasta le hizo una
funda impermeable! Y es que mi madre, tenía muy mala suerte con los
líquidos y los aparatos electrónicos o domésticos. Un mando de la
tele que tuvimos, pasó a mejor vida porque le echó leche encima.
Claro, que también añade vinagre a la lavadora y de momento no ha
pasado nada.
Su
batín era lo contrario de un “vaciabolsillos”. Siempre lleno de
cosas inimaginables. Desde pinzas para el pelo, o la ropa, hasta
tiques de la compra, etiquetas de vestidos, o boletos de lotería.
Siempre
que se levantaba lo primero que hacía, era ir al baño y colocarse
pinzas en el pelo, intentando acomodar más o menos, los desordenados
rizos que cubrían su cabeza. Algunas veces iban acompañados de
pequeños rulos, que con dudoso arte colocaba entre los mechones para
ahuecarlos. Toda la mañana, o incluso el día entero, podía estar
con la cabellera decorada. No le molestaba ni un ápice. Tenía tal
destreza en quitarse los “cachivaches”, que no tardaba ni cinco
segundos; sobre todo cuando alguna vecina llamaba de improviso al
timbre. Los guardaba en el bolsillo, y ahí podían estar hasta el
día siguiente. Alguna que otra vez se dejaba “algo” abandonado
en medio de una onda.
Esta
circunstancia se dio estando de compras en un centro comercial. Me
extrañaba que la mirasen tanto, y supongo que ella creería que iba
“monísima”; sin embargo después de unos cuantos mirones, debió
empezar a mosquearse. “Niño, llevo algo raro en la cara”. La
miré de frente y dije: “No mamá en la cara no, pero llevas dos
pinzas y un rulo en la cabeza”.
Lo
raro es, que no se quedasen hipnotizados observando el bolso, no
porque fuera de marca, sino por lo abultado que solía llevarlo. ¡Que
manía tenía con llenar cualquier cavidad textil de cosas! Aparte de
los objetos habituales como: cartera con documentación, monedero,
neceser tamaño medio con pinturas, dos paquetes de kleenex, un
bolígrafo, un estuche pequeño de manicura, una crema para las mano,
vaselina para los labios, un cepillo interdental, un montón de
tiques descuento –que siempre caducaban sin ser usados–, plano
del metro, bolsitas de plástico para las cacas del perro... llevaba
¡guantes de lana y un abanico!, ambos en verano y en invierno. “Como
no molestan”. ¡Si apenas tenía sitio para el resto de los
cachibaches! Yo era conocedor de sus posesiones porque cada vez que,
lógicamente no encontraba algo, sacaba todo e iba diciendo: “Sujeta,
a ver, sujeta ...”, hasta hallar el elemento en cuestión.
Ahora
voy a relatar la “santa” costumbre de guardar los boletos del
euromillón. Normalmente jugaba una apuesta todas las semanas. Solía
comprobarlo pasados dos o tres días del sorteo, y lo hacía en el
teletexto de cualquier cadena. Como normalmente no tocaba, lo
guardaba en el ya saciado baúl andante. ¿Porqué hacía esa
tontería? Ella decía que “por si acaso”. Por si acaso ¿qué?
¿Por si salía el presentador de turno diciendo que los números
facilitados eran erróneos ¿todos? y enumerando los correctos,
¡fueran precisamente los suyos. Pues aunque parezca increíble, así
pasó..., o parecido.
Pasados
los tres días de rigor, se sentó ante el televisor y consultó el
boleto. No sé que miraría, pero comento, “nada, como siempre”,
y derechito al bolsillo. Sería una corazonada, el destino o un
cúmulo de casualidades, ya que estaba en su dormitorio vaciando los
bolsillos para lavar la bata y ¡por no ir hasta el cubo de
residuos!, lo introdujo en su bolso que estaba abierto justo al lado.
Cuando acudió a echar la siguiente apuesta e ir a pagar, se topó
directamente con el boleto y sacándolo, pronunció las afortunadas
palabras: “Mire a ver si hay algo”. “¿Algo?, ¡tiene usted
cinco aciertos y una estrella!”.
Esta
fue la manía que exterminó a todas –o casi–, ya que se
compraron un piso nuevo con tendedero cubierto, y aunque el pasillo
era cortito, mi padre dijo que de alfombras nada, y menos con flecos.
Eso sí le regaló a mi madre una hermosa bata con dos grandes
bolsillos, para que los siguiera atiborrando de lo que quisiera.
Yo
me he independizado quedándome en el piso viejo. Un día organicé
una sesión continua de peluquería. Corté todos los flecos y tiré
el correspondiente “peinador”... más que nada para evitar
recordar viejos tiempos.
De
vez en cuando se deja caer por aquí, y a cambio de aguantar un poco
su verborrea, hace limpieza general y me deja “taper” de comida.
Ahora no me importan sus manías.