–¡Ernesto!
¡Qué susto! –repliqué girándome, mientras mi corazón palpitaba
con rapidez–. Nada de particular.
–¿Nada?
¿Entonces qué registras? –preguntó desafiante.
Ante
su tono ligeramente amenazante, empecé a percibir una situación...
si no de peligro, sí de inseguridad. Con lo que procedí con cautela
y con voz conciliadora; como casi siempre que estaba a solas con él.
–Es
que... Rosa me dio las llaves para que echara un vistazo. Como tiene
que venir a recoger toda la ropa y demás enseres, me ofrecí para
echarle una mano.
–¿Y
para eso tienes que venir a escondidas? –replicó amonestándome.
Al
decir esto pareció relajarse un poco, al igual que yo.
–¿Y
tú a que has venido? –le interpelé, tan osada que incluso yo
misma me sorprendí.
–Te
he oído entrar... mejor dicho, he oído unas llaves y creí que
sería Rosa.
–¿Y
cómo has entrado?
Por
qué, no me quedaría calladita. A solas con él... ¡cómo se me ocurría
preguntar eso!, ¡y menos sabiendo la respuesta, y lo que podría
conllevar!
–Ya
sabes perfectamente que tengo llave..., ¿o no? –respondió con una
voz provocadora.
–No
tengo ni idea –comenté tomando posición detrás de la butaca.
–¡Ya!
¿Es que acaso no me viste pasar la otra noche? –dijo arrastrando
un paso hacia mi.
–Bueno...
sí, aunque creí que te había abierto Rosalía –dije sin meditar
la respuesta, y con un ataque de pánico a punto de explotar.
–No
me refiero a cualquiera de las noches que me recibía en su casa,
sino a la única que abrí con llave... la del viernes... cuando ya
habían descubierto el cadáver.
No
dijo cuerpo, dijo ¡cadáver! Ya no podía más. Pensé que de un
momento a otro empezaría gritar como una loca, ante el temor de una
agresión, pero en ese instante entró Isabel.
–¡Carlota!,
¡Ernesto!, ¿qué ocurre? He visto la puerta abierta y me ha
sorprendido –dijo mirando inocente e ignorante a los actores de la
insólita escena.
–¡Ah!
¿que estaba abierta? –exclamé, más que pregunté.
–Perdona
que te hayamos asustado. Ha sido un malentendido. Creí que era Rosa
–dijo Ernesto andando hacia la puerta.
–Yo
también lo siento –añadí mientras agarraba a Isabel del brazo.
–¡Qué
pena me da! –dijo echando una rápida mirada a la habitación–.
Hace dos días... tan llena de vida, y ahora...
–¡Venga
vámonos! No hay que recordar momentos tristes.
Los
testigos silenciosos de tan desgraciado suceso, volvieron a quedar en
penumbras. Cerré la puerta y acompañé a Isabel hasta su casa. Mi
madre estaba despertando cuando entré. Subí a mi cuarto y a pesar
de la hora, intenté dormir un poco. Eran demasiados acontecimientos
y sobresaltos para un día. Además, aún quedaba el entierro, y
pretendía estar muy atenta.
Miré
el reloj. Apenas había dormido media hora. Una pesadilla disipó mi
sueño y acrecentó mi cansancio. Algo se había colado en mi mente y
no sabía el qué. En todo este entramado había una fisura que mi
consciente no hallaba. Estaba ahí, al alcance de mi raciocinio y
sabía que en cualquier momento saltaría por sí sola; pero ahora, a
pesar de mis esfuerzos, no podía dar con ella.
CAPITULO
OCHO – EL ASESINO
El
sepelio estuvo muy concurrido. Acudió casi todo el barrio, bastante
gente del pueblo y compañeros de trabajo de Rosa. Ésta al igual que
Rosalía, era creyente y practicante. Dijo unas palabras que hicieron
que algunos –me incluyo– nos emocionásemos.
–Una vez leí que la muerte no viene con la vejez, sino con el olvido.
Los recuerdos son los que mantienen vivos a los que no están, y yo,
espero hacerlo siempre, pues Rosalía ya sabéis que era excepcional.
No porque lo diga yo, pues vosotros, sus vecinos y amigos lo sabéis
bien. Siempre recordaremos la sonrisa con la que recibía nuestras
visitas, las charlas llenas de dulzura, esos postres con los que
endulzaba las largas tardes de invierno, esos panecillos que a diario
pasaba a su vecino... Tantos y tantos detalles que hacían de ella
una persona entrañable. Únicamente quiero decir que hoy no solo
estamos despidiendo su alma, creo que con ella se va una parte de las
nuestras.
¿Me
pareció ver pena en el rostro de Ernesto?, ¿o quizá culpa? Fue el
único indicio de sentimiento que vislumbré durante todo el acto
funerario.
El
entierro se llevó a cabo con el desconsuelo invadiendo el ánimo de
los presentes. Uno a uno volvimos a dar el pésame a Rosa. Esperé mi
turno junto a mis padres. De repente una imagen se quedó bailando en
mi mente. Como intentado demostrar la obviedad de la “fisura” que
aún no veía clara. Era como un “déjà vu”, pero no de la
situación, sino de algún componente de la misma. ¡Qué rabia me
daba! Estaba segura que si lo averiguaba, daría con la clave de
todo. Lo que sí tenía claro, es que debía volver a entrar en casa
de Rosalía... y tenía que ser esa noche, a pesar de mis miedos.
Los
vecinos más allegados estuvimos hablando con Rosa después de que
acabara la ceremonia. Nos comentó que planeaba poner la casa en
venta, incluidos los muebles. Reconocía que éstos eran muy
“particulares” y que los donaría a una ONG si los nuevos dueños
no los querían; al igual que la ropa. Solo se quedaría con los
recuerdos más íntimos.
Ya
en casa, le dije a mi madre que no tenía ganas de cena “formal”.
Me preparé un sandwich y me subí a descansar un poco. Tumbada en la
cama, volví a analizar la imagen que llamó mi atención: Adolfo y
Enriqueta dando el pésame a Rosa. Primero él, le dio la mano, y
luego ella un abrazo, dos palabras y se acabó. ¿Qué podía haber
fuera de lugar en una conducta tan simple?
Me
quedé traspuesta. “Caminaba por un cementerio embarrado entre
tumbas con lápidas negras. A lo lejos una comitiva funeral
participaba en el último adiós a un supuesto difunto. Mis pies
avanzaban con dificultad y sabía que no alcanzaría mi objetivo a
tiempo. Cuando pude llegar a su altura, me encontré con caras
impertérritas, sin ninguna emoción que delatase su condición de
humanos. Sus brazos impedían que me acercara a la fosa. Solo uno de
ellos me abrió paso: ¡Enriqueta! Un mini–ataúd se deslizaba
entre cuerdas hasta el fondo del agujero. Dentro iba la clave... y ya
no podía hacer nada”.
Traté
de agotar mi tiempo hasta la hora elegida. Si leía... no me
concentraba, y si escuchaba música... me entraba sueño. Conecté el
portátil, que era lo único que podía mantenerme entretenida y
despierta.
A la una menos cinco miré
por la ventana. “Todo en calma”. Procuré sosegarme. Cogí una
linterna. Intentando no hacer ruido para que mi incursión nocturna
no se viera truncada si despertaban mis padres, llegué a la puerta
de entrada. La distancia hasta la cancela de Rosalía la salvé en
pocos segundos y el resto fue “pan comido”.