A
eso de las doce opté por hacer un poco de “footing”. Salí de mi
casa y giré a la derecha calle abajo, hasta llegar a una pequeña
plaza empedrada. Bordeé los viejos bancos de madera, crucé la Plaza
Mayor, y bajé por la calle Real mirando los soportales atiborrados
de toda clase de tiendas para turistas. Llegué al Parque de la
Gaviota, donde su gran diversidad de árboles crecían seleccionados
según su origen. Y allí... en una vereda cercana, de las muchas que
se entrecruzan alrededor del gran lago, divisé a Ernesto hablando
con una mujer. Estaba claro que hacía su función de benefactor. Le
entregó un bocadillo, una lata de bebida y un paquete pequeño
envuelto en papel de estraza. ¿Sería tabaco?... o ¿quizá
“hierba”? Conversaron unos cinco minutos, se despidieron, y
desaparecieron de mi vista cada uno en una dirección.
No
sé, en qué momento me escondí detrás del sauce. Descubrirme en
esta tesitura me produjo tal sensación de estupidez, que se
acrecentó cuando dos mujeres que paseaban me miraron con recelo, a
la vez que murmuraban en voz baja. No pude por más que salir de mi
escondite avergonzada como una niña pillada “in fraganti”
comiendo golosinas a destiempo. Mi bochorno duró unos escasos
segundos, pues al ponerme en marcha surgió Ernesto de la nada.
–¡Hola
Carlota!
–¡Hola
Ernesto! –saludé turbada, ya que ningún ruido me advirtió de su
presencia–. ¿Dando una vuelta?
–Yo
sí ¿Y tú? –contestó y preguntó muy escueto.
–Haciendo
un poco de ejercicio para desengrasar. Es que últimamente como
bastante chocolate... y no del negro, sino del que tiene bieeeeen de
azúcar y manteca –¡Dios mío!, para que doy tantas explicaciones.
Además de nerviosa, debo parecer tonta.
–Pues
uno mismo debe saber qué es lo mejor para su organismo –dijo
fijando sus ojos en los míos y provocando un escalofrío que esperé
no se notara.
–¡Bueno!
Es un pequeño vicio que procuro contrarrestar con ejercicio, y que
espero olvidar en cuanto pase el verano –dije desinhibida,
intentando crear un clima de confianza. No sé por qué.
–El
deporte, por supuesto, es muy bueno, pero... descansar y dormir,
también lo es. ¡En fin!, solo te digo que hay que cuidarse y
procurar no visitar mucho al “galeno”. Ya sabes el dicho: los
fallos del médico con tierra se tapan.
Comentó
la última frase girándose, a la vez que levantaba su mano a modo de
despedida. Se marchó con su andar característico, dejándome a
solas con mi perplejidad.
Hice
el recorrido inverso a cuestas con mis meditaciones ¿Lanzó con
segundas lo de dormir y descansar? De nuevo, ¿estaba insinuando
algo? ¿Se imaginará que estuve observando?, o ¿es que acaso me
vio? ¿Por qué era tan suspicaz?... o ¿quizá fuera yo? ¿Qué
sabía en realidad de Ernesto?... Poca cosa... que había trabajado
como ferroviario en Oviedo igual que su padre, el cual falleció en
un accidente; que se jubiló hace quince años; y que estuvo viviendo
en varias ciudades, hasta que optó por Madrid, en concreto por este
pueblo. No conocía más detalles de su vida, puesto que tampoco me
habían importado. Y mi madre, la más puesta en cotilleos, nunca
comentó nada especial ni de él, ni de su esposa. Sería –como
decía– porque eran buenas personas.
Si
la noche anterior el motivo de mi insomnio fue el calor, de ésta lo
fue una pesadilla generada por las extrañas miradas. “Ahí estaba
yo, en un vagón de tren camino de Berlín. En un compartimento
pequeño, agobiante, lleno de sombras gesticulantes moviéndose con
alarmante velocidad. Todas iguales, alargadas, negras, con viejas
zapatillas de cuadros. Tan solo una me miró fijamente, a la vez que
riendo decía: “Mírame. ¿Qué es lo que escondo? Mírame. Nada es
lo que parece. Mírame, mírame...”.
CAPITULO
DOS – UN DÍA DE LUTO
Cuando
desperté eran casi las diez. Me apetecía correr para despejarme.
Vestí mi ropa de deporte, coloqué las deportivas en mis pequeños
pies y salí corriendo. Con la música llenando mi conducto auditivo,
dejé mi saludo de hola y adiós a mi madre. Me pareció que intentó
decir algo, pero como no gesticuló mucho, supuse que no tendría
mayor importancia.
Hice
el mismo recorrido que el día anterior, procurando no dar más
vueltas a un hecho que tenía ya resuelto: la aventura certera entre
Ernesto y Rosalía. Me hacía gracia que se vieran a escondidas. Si
ninguno de los dos tenían compromiso, ¿para qué ocultarlo? “Solo
son prejuicios de viejo”.
El
camino de regreso lo efectué a menos velocidad que la empleada a la
ida, y aún así llegué sudorosa y agotada. Una ambulancia arrancaba
en ese preciso instante a la altura de mi casa. Mi madre y unos
cuantos vecinos habían formado un corro, donde cuchicheaban con
semblantes apenados.
–¿Qué
ocurre? –pregunté intrigada.
–Rosalía...
que ha muerto – respondió Enriqueta con lágrimas en los ojos.
–¿Qué?
¿Pero cómo ha sido? –añadí incrédula.
–Solo
han dicho que de una parada cardiorrespiratoria –explicó Adolfo,
marido de Enriqueta–. Tu madre te lo explicará mejor. Es quien la
ha encontrado.
–¿Y
eso? –dije expectante.
–Como
ya eran más de las diez, y no había salido de casa, llamamos al
timbre... Ernesto y yo. Al no contestar, y bastante preocupados, le
dijimos a Isabel que nos dejara las llaves... y al entrar en su
dormitorio... ha sido cuando la hemos encontrado –aclaró mi madre
bastante apenada.
Me
situé a su lado y le agarré suavemente del brazo, haciendo que
sintiera mi afecto y apoyo ante ese sentimiento de frustración que
la inundaba por no haber podido hacer nada.
–¿Habrán
avisado a Rosa? –pregunté.
–Sí.
Creo que iba derecha al hospital –añadió Gerardo, nuestro vecino
limítrofe.
–Un
hermano de mi cuñado murió el año pasado de un paro cardíaco. Fue
debido a un infarto, y eso que solo contaba con cuarenta y seis años
–comentó Geno, la esposa de Gerardo.
–Algo
así tiene que haber sido –replicó mi madre, dando un largo
suspiro– pues que sepamos no padecía ninguna enfermedad grave...
quitando la diabetes.
–¿Y
dónde está Isabel? –pregunté, echando en falta su presencia.
–Descansando.
A la pobre le ha dado una crisis de ansiedad –dijo mi madre–. No
tenía que haberla dejado pasar.
–Bueno...
¡pero tú qué ibas a saber! –dijo Adolfo.
–¿Y
cuando ha muerto? ¿Esta mañana? –interpelé inquieta y
acordándome de la visita de Ernesto la noche del miércoles.
–No
sabemos. Yo desde luego ayer no la vi en todo el día –dijo Geno–.
Ni cuando salió a visitar a su sobrina, ni cuando volvió.
–Yo
tampoco, y eso que estuve casi todo el día en el jardín –añadió
Enriqueta.
–¿Y
Ernesto? –pregunté con curiosidad escudriñadora– ¿Como está?
–¡Destrozado!
Se ha metido en casa y no ha salido. Luego pasaré a ver si necesita
algo –dijo mi madre.
A
los pocos minutos se dispersaron cada uno a sus apacibles moradas,
pero con un acontecimiento en su haber que evitaría la rutina de sus
aburridas vidas; aunque solo fuera por un corto espacio de tiempo.
Después
de una larga ducha, “calcé” unos vaqueros, y una camiseta
blanca. Bajé con el pelo mojado y recogido en un moño hueco para
intentar retener el frescor en mi cuerpo. Ya en la cocina, tomé un
vaso de agua y al dejarlo... ahí estaba, sentado, sin fumar, sin
sonrisa. ¿Sentiría de verdad la muerte de Rosalía, o sería solo
fachada? Mis sospechas crecían por momentos y no podía
controlarlas... o no quería.
–¡Carlota!,
¿que haces? ¿No me digas que vas a tomar algo a estas horas? –dijo
mi madre, añadiendo un sobresalto a mis ya alterados nervios.
–No
mamá. Solo estaba bebiendo agua –dije soltando el vaso–. ¿Y tú
como sigues?
–Bien.
No te preocupes.
–¿Por
qué esta mañana no me contaste lo que pensabas hacer?
–Lo
intenté, pero como saliste disparada sin hacer caso –dijo con
cierto sarcasmo.
–Es
que no te oí con los cascos.
–¡Ya!,
o llevabas los cascos para no oírme –añadió recriminándome
sutilmente.
–¿Cómo
nos vamos a enterar del día del entierro? –dije para cambiar de
tema.
–No
sé. Supongo que Rosa nos lo dirá. Tu padre y yo nos vamos a Madrid.
No podemos cancelar la cita con Juan y Rosa, ya sabes que tenemos las
entradas desde hace meses; pero si el funeral fuera mañana,
volveremos rápidamente.
–¿A
ti todo esto no te parece raro? –dije intentando compartir mis
dudas.
–¿Raro?
¿Por qué?
–Primero,
hace dos días que no sabíamos nada de Rosalía...
–Dos
no, que ayer fue a visitar a su sobrina –interrumpió mi madre.
–Bueno
eso dice Ernesto, pero te recuerdo que ninguno de los vecinos más
cercanos, la vio. Habrá que preguntar al resto.
–¿Cómo
que habrá que preguntar? ¿Es que pretendes molestar a la gente con
bobadas?
–Tú
escucha, que ya veremos si lo son –añadí con intención de
hacerla recapacitar–. Vamos a repasar los hechos. Primero, anteayer
miércoles fue el último día que la viste. Segundo, por la noche
observé a Ernesto en esa visita nocturna tan “insólita”, y
tercero, ayer jueves nadie la vio en todo el día ¿No estaría
muerta desde anteanoche? Vamos... ¿No la mataría él?
–¿Matarla?
¿Pero de dónde sacas esas tonterías? –dijo mi madre
escandalizada.
–¿De
todos estos detalles que te acabo de explicar? –añadí con cierta
ironía–, y que sigo diciendo que Ernesto es un tío muy raro.
–Bueno,
¡ya está bien! –comentó mi madre un poco molesta–. En todo
caso tus “hechos” serán solo casualidades.
–¿Solo?
¿Y desde cuándo crees tú en ellas, con lo escéptica que eres?
–Bueno,
y aunque no lo sean. ¿Qué va a tener que ver Ernesto con su muerte?
¡Por Dios! ¡Que estás hablando de “Er–nes–to”!, una
persona generosa y amable.
–¡Vale,
vale! Olvídate del tema –dije, viendo que no iba a poder imbuir
mis dudas en su mente ocupada de ideas preconcebidas e inamovibles.
Mi
padre llegó con prisas de la oficina, ya que ese fin de semana
tocaba “ir de cachondeo”. Su escapada quincenal consistía en
habitar nuestro piso de Madrid y aburrirse de cine, teatro y baile.
“La variación de ambiente, da euforia a mi vida”, solía decirme
cuando le comentaba que iban contracorriente. Siempre les ha gustado
la vida urbana, pero por circunstancias que no vienen al caso,
terminamos en este pueblo de los extrarradios. Yo me acomodé a esta
existencia mucho mejor que ellos, y eludo, en la medida de lo
posible, acompañarles en sus correrías “semi–seniles”.
Después
de echarme una larga siesta, quedé con unos amigos para tomar unas
cervezas. Caminé pensativa hasta llegar al punto de encuentro. A
partir de ahí solo reímos, conversamos, bebimos, volvimos a reír,
contamos anécdotas, y al final... todo eran risas. No es que me
pasara con la cantidad de líquido ingerido, pero mis pies dudaron
algún que otro paso.
Cuando
por fin llegué a casa, no pude evitar lanzar un vistazo por la
ventana. Eran las doce y todo estaba tranquilo. Las luces interiores
de la casa de Ernesto estaban apagadas.
Era
la una y media de la madrugada cuando desperté sobresaltada.
Siguiendo un impulso me acerqué a la ventana, y cuando escasamente
me quedaba un metro para llegar, me paré en seco al notar que las
cortinas del salón de Rosalía generaban un ligero movimiento
oscilatorio. Escondida detrás de las mías, observé como Ernesto
salía y cerraba... ¡con llave! Tuve que refugiarme de nuevo en mi
escondite ante la rápida inspección que efectuó por las casas
colindantes, y supongo que en especial a la mía. Cuando volví a
mirar, estaba a menos de dos metros de su entrada.
Amiga Teresa con los pasos arrastrados de esta historia sigue el suspense...Qué se trae entre manos este abuelete... con tanto entrar y salir de casa de su fallecida amiga y vecina... en otro capitulo se verá más luz al respecto.
ResponderEliminarBesos de MA para ti .... mil gracias por tu huella bloguera en el post de risas de hoy la vida con buen humor se vive mejor...
Este abuelo no es trigo limpio, y al parecer presunto criminal, aunque nunca se sabe.
ResponderEliminarBesos, buen finde
Veremos... a veces vemos sombras donde no las hay pero lo mismo...
ResponderEliminarSeguiré aquí, Teresa, esperando, bien escondida para que no vea Ernesto :D
Besos
Sigo esperando el final,Que extres¡¡¡¡
ResponderEliminarBesos.
Hola Teresa, lei los dos capitulos y me ha invadido la intriga
ResponderEliminarHabra que esperar...
Un abrazo
¡Que angustia!
ResponderEliminarEl relato se está poniendo muy interesante y lleno de, si cabe, más intriga y más interrogantes. Magnífico...Estoy pendiente del próximo.
Un abrazo, Teresa.
Acabo de leer el segundo capítulo y ya estoy mordiéndome las uñas.:):):):):)Suspense, intriga, misterio, un poco de todo pero que nos tiene en vilo a todos por querer saber más.
ResponderEliminarIntuyo, aunque soy muy malo con mis intuiciones, que nada es lo que parece; que el sospechoso Ernesto no es más que un viejito encantador y algo reservado. Pero ya veremos, ya.
Me está gustando, Teresa.
Un abrazo de Mos desde la orilla de las palabras.
Me encanta que estéis intrigados jejeje. Esta noche más.
ResponderEliminarBesos a todos.
los personajes y el ámbito doméstico me recuerdan los clásicos policiales en donde el asesino convive con los"buenos", muy interesante, mucho me ha gustado, espero leer mas...
ResponderEliminarsaludos querida Teresa
Me alegra que te guste abuela. Cada día un trocito hasta el jueves.
EliminarBesos y abrazos.
Me gusta esa mezcla de casticismo y novela negra, tan rara en nuestro país y que tanto se centra en Barcelona dejando de lado todos los demás puntos de España, tan tétrica cómo apropiada a una buena trama si la misma engancha. Espero la siguiente parte con emoción y mis mejores deseos para que sigas siendo tan buena narradora.
ResponderEliminarUn saludazo.
Gracias C S Peinado por tu comentario. Acabo de subir la tercera parte. Espero que lo disfrutes.
ResponderEliminarBesos.
Teresa,ya he leído la 2ª parte,que se las trae...Vaya paciencia que has tenido con los protagonistas...
ResponderEliminarVoy a continuar,porque la cosa está muy emocionante,sin duda alguna.
Te dejo un beso y feliz lunes,Teresa.
M.Jesús